IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Cuando amanezca

Cristina Vizcaíno, 15 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

“Kimara. Para ti, sólo es tu nombre. Para mí, un montón de ilusiones cumplidas que me despiertan con una sonrisa cada mañana. Ahora duermes en tu cama. Con esa tez morena pareces una gitanilla. Pensarás que no tiene sentido escribirte una carta si te tengo junto a mí. Pero quiero aprovechar, ahora que tengo viva la memoria y suficientes fuerzas.

Para enseñarte a montar el puzzle de tu vida, primero quiero hablarte de mi primer marido, Javier. Murió hace ocho años en un accidente de tráfico. Me desmoroné por completo. Creo que hay vida después de la muerte, pero sin él sentía un gran vacío. Era como si hubiera perdido una parte de mi ser. Más, en vez de recluirme en casa me dediqué por completo a la asociación que dirige mi hermana, que es misionera. El contacto con tanta pobreza sanaba lentamente mis heridas y me incitaba a olvidarme de mí misma. Un día, tu tía me propuso ir a Bolivia a colaborar en las labores de un orfanato. Allí fue dónde entraste en mi vida. Desde el primer momento me pareciste especial. Observabas el mundo con tus ojos almendrados, abiertos de par en par, como si quisieras grabarlo todo a fuego. Pregunté a las monjas que os cuidaban por tus padres. Me contaron que eras hija de una campesina que había muerto al poco de dar a luz. De tu padre nada se sabía.

Intercambié una mirada contigo. Una idea iba tomando forma en mi cabeza: quería regalarte una nueva vida, una buena educación y un futuro prometedor. Una adopción no es una cosa fácil de llevar a cabo, pero el cargo de mi hermana facilitaba las cosas. Disponía, además, de un buen respaldo económico y una maravillosa familia que podía ayudarme a criarte. Pero había que esperar unos meses para culminar tan ansiado proyecto. Durante ese tiempo participé en misiones con la asociación. Visitamos toda Bolivia. En uno de esos viajes conocí a Nacho, mi actual marido. Nos casamos poco después de que vinieras a España. Él ha sido mi gran apoyo todos estos años y un padrazo para ti. Pero eso, ya lo sabes de sobra.

Estos siete años han servido para darle un nuevo rumbo a mi vida. Cuando seas madre entenderás lo que supone tener un hijo. Cuesta mucho describirlo con cuatro palabras. Nunca olvidaré aquel 15 de agosto. Nacho y yo volvimos para buscarte. Se le caía la baba cuando te tomó en brazos. Tu llegada fue el mejor regalo que me han hecho nunca.

Ahora mismo tu carita menuda rebosa felicidad. Pero te escribo estas líneas, mi niña, para que no olvides nunca tus orígenes. Cuando crezcas, procura dar gracias a Dios por todo lo que te ha dado. Créeme, yo se las doy mil veces al día por cruzarme en tu camino.

Tu madre que te quiere.”

Leí la carta entre sollozos convulsos. Me había topado con ella por casualidad, mientras abría los cajones de aquel armario viejo en busca de fotos que refrescarían la memoria de mi madre. Dieciséis años había reposado esa misiva, sin que nadie la leyera. Me extrañaba que mamá no me hubiera comentado nada al respecto. Supongo que debía ser uno de los síntomas de la enfermedad que le habían diagnosticado a mis seis años. Los médicos le dijeron que el paso del tiempo podía provocarle ligeras pérdidas de memoria y minarle la vista. Y así fue. Hacía dos años que había tenido que ingresar en una residencia, según consejo del doctor, para poder ser atendida como es debido. Al principio me costó hacerme a la idea. Tenía miedo de que se sintiera sola. Pero mi madre es mujer fuerte y se lo tomó con mucho humor. Además, no había día que no fuéramos a verla. Y los fines de semana los pasaba en casa con toda la familia. Todos batallábamos para ponerla al día de las novedades de la semana. Y en el centro, ella con la cara exultante de gozo.

Me sonreí sin poder evitarlo. Todo ese afecto era su recompensa por tantos años de lucha y de entrega. En ese momento me acordé de una anécdota de mi niñez: Una mañana había derramado un frasco de colonia sobre la alfombra. Me sentía tan avergonzada que le pregunté a mi madre cuándo podría arreglar errores como ése. Su respuesta fue simple, pero contundente: “Cada día, al amanecer”. Había una gran verdad detrás de aquella frase. Con el comienzo de un nuevo día se nos brinda una nueva oportunidad para hacer bien las cosas. De nosotros depende aprovecharla o no.