IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Domingo por la mañana

Remei Pallás, 16 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

Blanca sonreía. Era una cálida mañana de domingo y no había nube que perturbara la tranquilidad del cielo, ni una brizna de viento que pudiera despeinar el moño con el que llevaba recogido su pelo.

Se acercaba a la parada del tranvía para hacer el mismo trayecto de todos los domingos. Aunque sólo tenía diez años, no tenía miedo a viajar sola. Estaba acostumbrada a desplazarse hasta Can Clota sin compañía.

Salió del portal a las once y miró en el reflejo del cristal su vestido rojo con flores blancas. La calle olía a hierba húmeda y a madera. Olía a primavera tras una noche de lluvia. Cuándo llegó a la parada del tranvía se sentó pacientemente en el banco de metal. Su hermano pequeño le había preguntado si en días como aquel alguien robaba las nubes durante la noche. Sonrió y fijó la mirada en el punto donde su juntaban las dos vías del tranvía. Esperaría hasta que se dibujara una mancha azul y blanca.

Pocos minutos después vio llegar a un hombre de avanzada edad. Caminaba a paso rítmico, casi matemáticamente constante. Reconoció su traje oscuro: lo había visto en una revista de moda y recordaba su desorbitado precio. Admiraba a aquella clase de hombres que no bajaban nunca la mirada y no alteraban el tono de voz. También admiraba la capacidad de leer todos los días el mismo periódico. Periódico que sujetaba con la mano derecha mientras sacaba de su bolsillo una bonita esfera dorada con un caballo grabado. Acto seguido, se puso a esperar a su lado. Aquel tranvía sería, para él, un viaje más hacia un café de lujo en el que regodearse con sus amigos acerca de su calidad de vida.

Blanca vio a una estudiante cargada de papeles colocados sin orden en una gastada carpeta de color azul con las iniciales de la universidad publica. Dejó la carpeta en el banco y la abrió para buscar entre el caos la solución de una ecuación que había repasado por el camino. Cuándo la encontró, soltó un suspiro de alivio. Y esperó la llegada del tranvía que le conduciría a la biblioteca en la que estudiaba todos los días de la semana.

Llegó entonces un pequeño. Corría con una sonrisa que mostraba gozo. Sus pasos eran tan grandes como el número seis de sus zapatos. El aire jugueteaba con sus rizos. Detrás de él, los padres de la criatura empujaban el cochecito en el que debería estar sentado. Se les presentaba otro domingo más para ir al parque y jugar.

Al fin apareció aquel gusano metálico. Se acercaba muy lentamente. El hombre cerró el periódico y subió el primero al tren. La estudiante recogió todos los papeles y buscó rápidamente un sitió en el vagón para seguir estudiando. La familia de Juan ascendió con entusiasmo. Y ella, Blanca, subió la última, feliz porque iba a visitar a su abuela que, otro domingo, le tenía preparado un plato de macarrones como a ella le gustan.