IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

El Ángel de fuego

María Cano, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Pum…

Las mazas golpearon el suelo. Hayaiel y Aene se miraron en silencio. Ambos se encontraban encadenados al suelo de la celda, sin otra vestimenta que la túnica blanca asignada a los reos. Ambos tenían las alas atadas de manera que no las podían desplegar. Se miraban con intención de grabar la imagen del otro en sus retinas. Sabían que aquella sería la última vez.

Pum…

Las mazas volvieron a golpear. Aene se estremeció. Hayaiel se acercó a ella todo lo que pudo para intentar consolarla. Le susurró unas palabras y ella lo miró con los ojos brillantes, pero sin derramar una lágrima.

Afuera, el pueblo aguardaba la aparición de los reos. El consejo presidía la reunión y el verdugo preparaba las cadenas que los mantendrían fijos en el centro de la plaza.

Un guardia entró en la celda y les obligó a levantarse. Cuando se incorporaron, Hayaiel alzó una mirada desafiante. El guardia se acercó a Aene y le alzó el rostro con una sonrisa malévola. Hayaiel temblaba de ira. El guardia cogió las cadenas y los condujo fuera, hacia el centro de la plaza.

Cuando la gente les vio aparecer, empezó a gritar enfurecida. La mayoría portaba antorchas que se recortaban contra la luz del crepúsculo. Los observaban como si fueran engendros y deseaban que pronto fuesen exterminados. Conforme los ángeles avanzaban hacia el centro de la plaza, les caía una lluvia de piedras. Aene recibió un impacto que le partió le labio.

Hayaiel dio un tirón entonces a las cadenas de sus brazos. El guardia, desprevenido, las soltó y con ellas el ángel atacó al agresor de Aene. Le golpeó en la cabeza y se desplomó en el suelo con una brecha profunda. Acudieron más guardias en su ayuda y consiguieron reducir a Hayaiel. La gleba estaba enfurecida y pedía un castigo mayor para el condenado.

El consejo se reunió. Tras unos minutos de deliberación, volvieron a sus puestos con una sonrisa siniestra. El más anciano intercambió unas palabras con el verdugo. Después alzó su vara y golpeó con ella el suelo para que diera comienzo la ejecución.

Pum…

Las mazas golpeaban el suelo a ritmo constante, como un latido de muerte.

Los encadenaron con unas argollas sujetas al suelo, arrodillados uno frente a otro, y les liberaron las alas. La gente continuaba pidiendo su muerte. El verdugo se acercó a un fuelle junto a un arsenal de elementos de tortura del que sacó una espada incandescente. Dirigió su mirada al consejo y estos asintieron.

Se situó entonces detrás de Aene. Hayaiel les miraba con ansia. Entonces alzó la espada y la descargó sobre la espalda de la chica.

Hayaiel gritó. La espada había atravesado la carne de Aene y apareció por su pecho, manchando la túnica de sangre. El fuego de la espada prendió las plumas de sus alas, que estallaron en llamas, provocando una tremenda hoguera. Aene, aún con vida, lanzó un grito al tiempo que se desplomaba en el suelo mientras las llamas derretían su piel y la sangre manchaba la tierra. Se hizo un denso silencio.

Hayaiel tiró de sus cadenas sin conseguir liberarse. Gritó y chilló el nombre de Aene mientras la veía temblar, agonizante, consumida por el fuego y la espada que la había atravesado. Gritó hasta que no salieron más sonidos de su garganta quebrada, y se revolvió hasta que sus muñecas empezaron a sangrar por el roce de las cadenas. Le torturaba la macabra imagen de Aene con el infierno por alas y la espada ensangrentada.

Las mazas cesaron y los espectadores se marcharon a su rutina. Hayaiel dirigió su mirada hacia el palco del consejo, donde aún permanecía el anciano. Este sonrió y se marchó. Había cumplido su amenaza. Hayaiel apretó los dientes y dejándose caer se sumió en un llanto amargo. En la plaza sólo quedaron los dos ángeles hasta que Hayaiel murió, presa del hambre, la sed y la desesperación, para ir a reunirse con Aene en un mundo más justo.