II Edición
Curso 2005 - 2006
El cierzo del atardecer
José Luis Herrero, 14 años
Colegio San Agustín (Madrid)
Mi familia, por parte materna, es de Pradoluengo, un pueblo pequeño en el que sus habitantes viven como una gran familia, preocupándose los unos de los otros sin esperar nada a cambio. Allí tenemos una pequeña finca de forma escalonada por hallarse en una ladera. Esta dividida en tres escalones.
En el primero se encuentra la puerta que da acceso a una pradera rodeada de árboles muy frondosos. En las partes bajas de los troncos hay zarzales que producen moras al final de la estación estival, entremezclados con hierbajos y odiosas ortigas revestidas de finísimos pelos que, al rozarlos, te producen sarpullidos en la piel. También hay árboles frutales: manzanos, perales, ciruelos y cerezos.
En el segundo escalón, una caseta nos sirve para guardar las herramientas (azadas, guantes, rastrillos y mi preferido: el roba peras). La alegría de mi abuela en verano consiste en ver la caseta rebosante de fruta.
El tercer escalón es donde menos estamos, por varios factores: está arriba de la finca y subir hasta allí cansa mucho; además, apenas hay árboles, porque se han ido muriendo después de más de cien años desde que fueron plantados, si bien ahora hemos puesto cinco pinos que, esperemos, no nos los aplasten las vacas.
Como alguien dijo, todo lo bueno tiene su parte mala. En la finca escalonada ocurre igual. ¿ Y cuál es la parte mala?. Pues los portillos que construye la gente para entrar y llevarse algo de fruta. Pero, si quieren que les diga la verdad, no me importa, porque a mí la finquita me produce grandes satisfacciones, como construir una pequeña cabaña de palos y paja que sacamos al segar la mies, o la huerta con unos pocos surcos que aré hace ya unos cuantos veranos, donde sembré patatas, lechugas y cebollas.
En el pueblo respiro aire puro, sin contaminación y me siento libre. Libre como el cierzo del atardecer.