XI Edición

Curso 2014 - 2015

Alejandro Quintana

El diagnóstico

Irene Cánovas, 16 años

                 Colegio Iale (Valencia)  

Mi pie daba golpecitos impacientes en el suelo, cada vez más rápidamente, cada vez más ansiosos. Volví a mirar el reloj y me fijé que solo habían pasado cinco segundos desde la última vez que lo miré; seis minutos desde que el doctor me dijo que volvería con el resultado de las pruebas.

Hacía un par de semanas me había empezado a encontrar mal: vómitos, ataques de nervios, sensación de calor… El viernes, preocupada por mi salud, concerté una cita con el médico. Pensaba ir sola a la consulta; no quería preocupar a mi marido.

Habíamos intentado tener un hijo, sin resultados. Habíamos probado durante algún tiempo, pero hacía unos años que nos habíamos dado por vencidos. Mi marido, preocupado por mí, me dijo que no veía necesario que nos sometiéramos a tratamientos que podrían causarme problemas, pues yo era lo más importante, que él y yo formábamos ya una verdadera familia.

No tuve tiempo para pensar en el porqué de mi estado. Me encontraba fatal.

El doctor regresó con unos papeles en las manos. Supuse que eran los resultados de mis pruebas.

Me levanté conforme el doctor avanzaba hacia mí, con pasos cortos pero decididos. No podía distinguir si su rostro reflejaba preocupación. Lo peor de los médicos es su capacidad de disfrazar las emociones.

-¿Ha venido sola?

-Sí –le respondí, nerviosa.

-Es que… -dudó-. Me gusta dar estas noticias en familia.

Me quedé paralizada. “Familia” significaba que necesitaba compañía para recibir aquella noticia.

Empecé a sudar y me puse en lo peor. Creí qué mi vida iba a cambiar de pronto. Vi medicinas por todos lados, tratamientos agresivos, pruebas y más pruebas. Me invadió la angustia. Como siempre, me había puesto en lo peor.

Me entregó un folio. Eran los resultados.

Me salté toda la palabrería y los números que para mí no tenían significado. Sólo me fijé en mi diagnóstico, al final de la página.

Cuando lo leí, unas lágrimas involuntarias se me derramaron por las mejillas. Pero no eran de dolor, ni miedo ni angustia.

Eran de alegría y de amor, mucho amor. Y de esperanza. No cabía en mí mayor felicidad. Estaba embarazada de dos meses.