V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

El manjar deseado

Juan Pollicino, 15 años

                     Colegio CEU Jesús María (Alicante)  

Existió una vez una colmena que era todo un lujo. Estaba formada por seis panales. Cada uno de ellos poesía unas celdillas hexagonales donde las abejas depositaban la miel. La habitación de la reina era más grande que la de las demás y colgaba en una esquina de la colmena. Junto a la colmena había otras tres más pequeñas, pero las abejas que en ellas habitaban no producían una miel tan deliciosa como la de sus vecinas.

La vida de las abejas era todo un ejemplo: estaban muy bien organizadas. La reina engendraba a las larvas y se encargaba de educarlas, tarea nada fácil. Por otra parte, se encontraban las obreras, que trabajaban todo el día para producir la miel. Su vida era mucho más dura que la de su soberana, puesto que vagaban por el campo en busca de flores de las que absorber el néctar. Una vez obtenido aquel jugo azucarado, le añadían enzimas de su boca y lo transformaban dentro de sus estómagos en dulce miel. Concluían su labor depositando aquella sustancia viscosa en el interior de los paneles, para que las crías se alimentaran. Las obreras no podían disfrutar de su miel, sino que comían el polen extraído de las flores, que es muy nutritivo para sus pequeños organismos.

Todas las abejas de la colmena grande guardaban el secreto de aquellas flores de donde sacaban el néctar. Eran especiales y crecían en un lugar que sólo ellas conocían.

Sus vecinas, envidiosas, decidieron reunirse.

-Amigas -dijo una abeja, tomando la palabra-. Esto no puede seguir así. La miel de la gran colmena es mucho mejor que la nuestra. Vamos a pedirle a su reina que nos diga el lugar de donde sacan el néctar.

Todas estuvieron de acuerdo y ese mismo día eligieron a sus representantes ante la embajada real: irían cinco de cada colmena.

Le suplicaron a la monarca que les revelase el misterio para producir también ellas aquel manjar exquisito. La madre de las abejas, al ver que no era justo que las demás no pudiesen disfrutarlo, escogió a Berta, una de las mejores obreras, para que les acompañaría a las preciadas flores.

Pero Berta era egoísta y no quería compartir con sus vecinas semejante manjar. Entonces se rehusó a acompañarlas, pero la reina la amenazó con expulsarla de la colmena. De mal humor les pidió a las vecinas que la siguieran. Durante el camino no giró la cabeza para comprobar si iban detrás, sino que pensaba en la manera de engañarlas. Fue así como se le ocurrió guiarlas hacia otras flores del bosque, que por su belleza parecían poseer aquel néctar tan especial. Pero bien sabía ella que eran venenosas: varias de sus compañeras habían muerto al comer el polen.

-¡Aquí es! -anunció Berta.

Las vecinas se pusieron inmedatamente a trabajar. Berta se marchó contenta por haber logrado engañarlas.

De los diez insectos, cuatro cayeron al suelo al consumir el veneno. Las otras seis regresaron atemorizadas a sus colmenas y contaron lo sucedido.

Las colmenas decidieron vengarse y concretaron un plan. La colmena grande debía pagar por la trampa.

Por la noche, mientras las laboriosas abejas dormían, entraron, robaron la miel de las celdillas y mataron todos los huevos depositados por la reina.

Al día siguiente, la gran abeja culpó a los zánganos de aquella barbarie, pues se pasan las horas durmiendo y devoran, cuando pueden, a miel de las obreras. Pero ellos nunca matarían a sus propios hijos. Fue entonces cuando un soldado descubrió en la puerta de la colmena un papel que decía:

“Nos habéis engañado. El polen de aquellas las flores era venenoso y ha matado a nuestras compañeras”.

La soberana, enfadadísima, llamó a Berta, que confesó su fechoría. Fue desterrada de la colmena por tres años. Durante ese tiempo tuvo que trabajar para las colmenas vecinas como una esclava. Fue la manera de reparar el mal cometido.