I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

El primer día de clase

Juana Galíndez, 17 años

                 Colegio Ayalde, Lejona (Vizcaya)  

      ¡Qué desagradable! ¡Qué confuso! ¡Qué difícil es tratar con gente a la que no entiendes! ¿Quién me había mandado aquí? ¿Por qué no paraban de mirarme todas esas caras de curiosidad? Me estaban entrando ganas de llorar. Tenía un revuelo en el estómago, no quería estar allí. Quería correr a mi casa y decirle a mi madre que ya había tenido suficiente, que ya nos podíamos ir otra vez a Madrid. Pero, pensándolo bien, no sabía volver a casa, por lo que tendría que quedarme ahí.

      Al poco tiempo, los demás niños ya habían perdido el interés por mí, así que me dispuse a mirarles yo a ellos. ¡Qué raros eran! La chica que tenía en frente tenía las uñas pintadas de verde, y el chico que estaba al lado suyo llevaba una gorra azul que le tapaba los ojos. También había una niña que tenía el pelo larguísimo y atado en dos coletas con unos lazos mal hechos. Todos hablaban entre sí de forma rara, como si se les hubiera metido una patata cocida en la boca, o un gran chicle. Yo entendía inglés porque había ido a un colegio inglés, pero por mucho que mis padres me dijeran lo contrario, el idioma que estos chicos hablaban no era inglés.

      La profesora llegó cinco minutos más tarde. Ni siquiera me miró. Yo estaba desesperada. Cuando empezó a hablar la profesora, pasé a observarme los pies con mucho interés. Sólo era medio día. Seguro que se me pasaría rápido. Volviendo a la realidad, me di cuenta de que la profe estaba dando instrucciones mientras que un chico con corte de pelo a lo 'bol de cereales' iba pasando unas hojas. La profesora no me inspiraba mucha confianza. Tenía pelos de bruja, negros y rizados, una nariz muy grande, y una voz rasposa. Intenté prestar atención, pero era imposible. No se podía entender aquello. Así que me rendí, y pasé a prestar atención a la clase.

      No tenía nada que ver con mi clase en Madrid. Esta era mucho más grande, pero tenía pinta de ser más vieja. Tenía muchas ventanas, una estantería y una zona en la pared con mucho agujeros con forma cuadrada cuyo uso no supe adivinar. También había un rincón rodeado de libros, con una alfombra vieja cubriendo el suelo, sobre el que ondeaba una gran bandera americana. También, pegados en esa pared había cuarenta y dos pequeños pósters con los presidentes de los EEUU, en orden numérico. De la pared más grande colgaban dos enormes pizarras, sobre las cuales estaba un gran reloj que parecía del año de Maricastaña. A ambos lados del reloj había dos aparatos con forma de ojo de mosca.

      Debí de estar bastante rato así, mirando a las musarañas hasta que, de repente, una voz salió de los aparatos de ojo de mosca y toda la clase se puso de pie mirando a la bandera. Yo lo hice segundos después, con un aire un poco desconcertado. De pronto, todos empezaron a recitar juntos un poema, al ritmo de la voz que salía del aparato, y al parecer dirigido a la bandera. "¡Están locos estos yanquis!" pensé. En mi otra clase nadie recitaba poemas a nuestra bandera, pero quizás era porque hoy era un día especial. Una fiesta nacional o algo así. Luego pensé que cuando hay fiestas, no hay cole, así que no podía ser. Más aturdida que antes, me volví a sentar para intentar descifrar que era lo que ponía en la hoja amarillenta que nos había pasado antes el chico ese. Las palabras escritas, como 'eraser', no me sonaban de nada, y miré hacia los lados para ver si mis compañeros de mesa se habían enterado de algo. Los tres estaban muy concentrados con su hoja, rellenando y marcando con flechas una palabra sí, una no. La chica de enfrente, la de las uñas verdes y pelo despeinado, me empezaba a mirar de reojo con cara rara, quizás extrañada de que todavía no había dicho ni hecho nada.

      Sentí el agobio en la garganta. ¡O hacía algo para enterarme de lo que había que hacer, o me arriesgaba a que se fijara la profesora-bruja en que no estaba haciendo nada, y entonces sí que iba a pasar mucha vergüenza! Con toda la valentía y sin pensarlo dos veces, decidí preguntarle a la de enfrente. Todavía me acuerdo de las palabras exactas. "What have we got to do here?" O eso me pareció decir, porque cuando lo solté, sonaba más a un susurro que a una frase bien hecha. La de las uñas verdes debió pensar lo mismo, porque me replicó un "WHAT?" que hasta yo supe lo que decía. Un poco colorada y sintiendo cómo me sofocaba de la vergüenza, intenté preguntarle de nuevo. "What-have-we-got-to-do-here?" Sonaba mas a "Wot haf we got too doo hih", pero en mi colegio de Madrid colaba, y no veía por qué esta chica americana no me iba a entender. Aun así, tardó un poco en reaccionar, intentando descifrar mis palabras en su cabeza, hasta que soltó un "OHHHH" que me retumbó en el oído. Y de pronto, sin previo aviso, me empezó a soltar una parrafada señalando a la hoja en cuestión, a la profesora, a los otros dos compañeros de al lado, a mí, a ella. y todo esto con un inglés abierto y 'patatero' del que sólo fui capaz de entender un par de palabras. ¡Qué horror! ¿Iba a ser todo el rato así? Mi cara de asombro y desconcierto era patente, y esta vez era mi turno de decirle "WHAT?". Ya que a mí me habían enseñado a ser ' polite ' cuando no entendiera algo (los 'british' siempre tienen que ser 'polite', sin importar la situación), lo que contesté fue: "Pardon me?" Claramente no era la respuesta que se esperaba, y me volvió a mirar como si yo fuera un bicho raro. La situación se estaba volviendo un tanto ridícula, y yo me empezaba a sentir muy fuera de lugar. Con los ojos como platos, y la cara llena de desesperación, le pregunté "what?" como ella, rezando para que esta vez pudiese entender cualquier otra palabra aparte de 'the' y 'this'. En cambio, apartó la hoja amarilla, causante de la situación desastrosa, apoyó los codos sobre la mesa, levantó un poco la cabeza para mirarme bien de arriba abajo y me preguntó: "¿De dónde eres?"

      ¡Por fin! ¡Había entendido algo! Le sonreí, con cara de que me había pillado, y sin vacilar le contesté que de 'Spain'. Pero esa chica era como un robot estropeado, cuando apretabas el botón equivocado, te soltaba otra parrafada incomprensible. Esta vez me limité a sonreír. Comprendiendo que no entendía nada de lo que decía, se acercó y me dijo lentamente y vocalizando: "Yo soy medio italiana. Me llamo Andrea. ¿Cómo te llamas?" Cuando mi cerebro terminó de procesar la información y pude comprender lo que me había dicho, le sonreí y le dije que yo me llamaba Juana y que era nueva. Como siempre, ante la duda, sonreír.

      Pero ya la situación se había calmado, la clase no parecía tan lejana, ni el resto de los compañeros tan extraterrestres (aunque había cada uno que.), e incluso a la profesora parecía que se le suavizaban los rasgos más malévolos de su cara de bruja. Había conseguido entenderme con alguien, sólo un par de palabras, pero al principio no había tenido la esperanza de lograr ni siquiera eso. Mirando de nuevo al enorme reloj encima de la pizarra, me di cuenta de que era casi la hora de irse a casa. Mi madre me estaría esperando en el patio para llevarme a comer, y con muchas ganas de saber cómo había ido mi primer día de clase. Y yo ya sabía lo que le iba a contestar: para ser sólo medio día de colegio, había aprendido muchas cosas. Y le contaría sobre la profesora, y sobre el poema a la bandera, y sobre la chica de las uñas verdes. La tarde prometía.

      Cuando sonó la campana a las doce, todos los chicos se levantaron y cogieron sus mochilas, mientras la profesora recordaba, gritando por encima del ruido, las tareas que había que tener hechas para el día siguiente. "¿Qué tareas?" pensé yo, mientras agarraba la bolsa que había traído y seguía a los demás al patio. Una vez fuera, mientras buscaba a mi madre en el patio, alguien me dio con la mano en el hombro. "¡Hasta mañana!" me dijo Andrea, despidiéndose. "Good-bye!" le contesté yo moviendo la mano. Después encontré a mi madre, quien, sorprendida, me preguntó: "Bueno, y ¿qué tal el cole?" Y yo le empecé a contar.