III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

El vuelo del ruiseñor

Marta García Outón, 15 años

                   Colegio San Agustín (Madrid)  

       Emilia, al alba, salía a escurridizas de su casa y echaba a correr colina arriba, donde la esperaban las praderas que caían en pendiente hasta juntarse con los misteriosos bosques de Asturias. Sus oscuros cabellos se extendían sobre las flores que, de vez en cuando, recibían algún visitante con deseos de saborear su esencia. Las hierbas acariciaban su tez blanquecina y pecosa, produciendo leves escalofríos. Pero cada día su madre se pegaba a la radio y lloraba amargamente escuchando los nombres de los caídos en la Guerra Civil. El hambre, la destrucción y el dolor le taponaban los sentidos, haciéndole sentir un miedo inevitable al salir de casa.

       El pueblo se alzaba ruinoso, como si un huracán hubiera pasado por allí, llevándose hasta el último aliento de felicidad. Emilia había recibido una gracia, o quizás un castigo, porque al vivir rodeada de tan bellos paisajes, de la fantasía y el misterio, se alejaba de la realidad en busca de consuelos que le hicieran olvidarse de la fatalidad. Su madre no sabía exactamente el por qué del comportamiento de su hija, pero dedujo que aquella facilidad para olvidarse del hoy y el ahora se trataba de un don, aunque le inquietase descubrir que no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor.

       Un día decidió hablar con ella. Se arropó con un chal y comenzó a caminar ladera arriba. Estaba amaneciendo. El sol rasgaba el cielo con sus rayos dorados, que teñían el verde en brumas de tonalidad clara. Descubrió a Emilia tendida con los brazos en cruz y los ojos cerrados. No mostraba preocupación, sino la alegría de vivir en libertad. Una vez que estuvo a su lado, se acuclilló junto a ella sin decir palabra, con temor de comenzar una conversación equivocada.

       -Emilia -la llamó con suavidad, sin intención de alterarla.

       -¡Madre! –la niña estalló de júbilo y abrió los ojos antes de incorporarse para darle un abrazo-. No te había oído llegar.

       -Quería preguntarte si… -no sabía por dónde empezar-. Si te gustaría acompañarme al pueblo. Necesito que me ayudes con la compra. Tu padre no está y José se ha ido a trabajar. Además, tengo que hablar contigo.

       Mientras su madre la guiaba por el camino empedrado, la joven correteaba, deteniéndose para contemplar cualquier elemento bello: un brote, la coraza de un insecto... Entonces, un dulce sonido atrajo su atención. La niña se adentró entre los árboles, apartando las ramas con delicadeza. Encontró un ruiseñor que piaba en el suelo. Emilia lo tomó entre las manos, colocadas en forma de cuenco. El plumaje del pájaro adoptaba una leve tonalidad rojiza y dorada.

       -¡Madre! ¡Madre, mira! –gritó Emilia de vuelta al camino empedrado.

       Pero no estaba su madre. Miró hacia todos los lados sin encontrar rastro de ella. Aún con el polluelo en la mano, echó a correr hacia el pueblo. Casi enseguida pudo distinguir las casas tras una colina. Una nube las cubría por entero. Emilia dio vueltas por las calles, sin cejar sus voces:

       -¡Madre! ¡Madre!

       No percibió ningún ruido. Entonces se detuvo en medio de la plaza y descubrió la realidad. Las sombras habían invadido las calles y la soledad había destruido las humildes construcciones. Un círculo de cuervos sobrevolaba el pueblo, desgarrando el cielo con sus gritos de muerte. Emilia bajó la vista. Esparcidos por el suelo pudo distinguir los cuerpos inertes de sus vecinos, que elevaban la mirada al cielo, una mirada sin sentimientos, vacía y fría.

       Sintió que una lágrima resbalaba por su mejilla, después otra. El corazón se le había encogido de dolor y su espíritu gritaba de rabia. Tomó una de sus lágrimas entre los dedos y la estudió. Era transparente. Se la llevó a los labios. Era salada. Cayó de rodillas al suelo mientras el corazón desahogaba su pena. El ruiseñor echó a volar sobre la niña. Después sobre el pueblo.