IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

En una plaza de Sevilla

María Cano, 16 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Un sábado por la tarde decidí salir a dar un paseo por Sevilla. Llegué a una plaza rodeada de tiendas y me senté en un banco para observar a los niños pequeños que corrían detrás de las palomas vigilados por sus padres, a los novios que caminaban cogidos de la mano y a las pandillas de jóvenes que se reunían para charlar.

Por delante de mí pasó un grupo de chicas más o menos de mi edad cargadas de bolsas de diferentes tiendas. Una de ellas dijo, llena de indignación: “Si, tía, mis padres solo me han dado sesenta euros. ¡Como si con eso se pudiera comprar algo!”. Me quedé mirándola mientras se alejaban, sorprendida de que considerara sesenta euros poco dinero.

Continuaba pensando cuando algo chocó contra mis pies. Era una pelota de tenis sucia. La recogí y un niño pequeño se me acercó. Debía tener unos siete años y vestía con una camiseta demasiado grande para él y unos pantalones rotos. Tenía la cara delgada y sucia.

-¿La pelota es tuya? -le pregunté.

-Si -respondió el niño-. Me la regaló mi mamá por mi cumpleaños.

-¿En dónde está tu mamá?

El niño señaló hacia una esquina de la plaza. Su madre era joven y vestía tan pobremente como el niño. Estaba delante de un semáforo tratando de vender pañuelos de papel a los conductores.

El pequeño seguía ahí, sonriéndome. Le devolví la sonrisa y la pelota. Tras darme las gracias continuó jugando con ella.

Se encendieron las farolas de la plaza y miré el reloj. Se me estaba haciendo tarde.

Miré al niño, que ahora se había sentado en un banco junto a su madre, y comparé conmovida su actitud frente a la de la chica. Con más certeza que nunca pensé en cuánto nos aleja el dinero de la felicidad. Me levanté del banco para volver a mi casa. El niño me vio y se despidió de mí agitando efusivamente la mano. Le devolví el saludo y recordé la cara de enfado de la chica. Era desgraciada a pesar de tenerlo todo. Comprendí que precisamente era eso, no conocer el valor de las cosas, lo que la hacía sentirse así. Algunas palomas echaron a volar y las seguí con la mirada. En aquel momento agradecí a mis padres que nunca me hayan dado sesenta euros para salir de compras.