IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Juntos para la eternidad

Patricia de la Fuente, 16 años

                 Colegio Alborada (Madrid)  

Sentada en una mecedora ante un ventanal que reflejaba la mañana de nubes grises, Leonor se retorcía las manos con nerviosismo. Su mente vagaba lejos de Asturias, donde vivía, para viajar adónde Gonzalo estuviera luchando. Sin noticias de él, los meses pasaban lentos y pesarosos, entre ruegos a Dios para que su amado regresara sano y salvo.

Su rostro mostraba las huellas de un intenso sufrimiento. A medida que el tiempo pasaba sin recibir noticias, Leonor se apagaba lentamente. Parecía un espectro. Era como una vana sombra que apenas se alimentaba ni dormía. Pasaba las horas en la galería, con los ojos clavados en el camino, pensando que –quizás- Gonzalo pudiera aparecer en cualquier momento…


Lunes, 20 de julio de 1936.

-Gonzalo…

-Leonor, sabes que tengo que partir. En el frente necesitan soldados. Entiéndelo, cariño -le dijo él, rozándole el pelo y obligándola a levantar la barbilla-. ¡Qué gran honor defender la patria!

Ella alzó los ojos y se encontró con su mirada, franca y llena de amor.

-Sí… ¡qué suerte tengo de ser querida por un buen hombre! -miró la bandera de España que le colgaba del pecho de Gonzalo y la rozó con sus manos. Él se las retuvo-. Ofreceré este sacrificio por ti.

-No sabes cuánto me alegra oírte decir eso en este momento. Recemos para que ninguno desfallezca. Yo, luchando y tú aquí, esperándome. Porque volveré…, volveré, nos casaremos y estaremos los dos juntos para siempre, para la eternidad…

El silbido del tren indicó que era hora de partir. Antes de marcharse, quizás para siempre, Gonzalo besó la frente de su prometida.


Jueves, 27 de abril de 1939.

Leonor se deslizó por los corredores del caserón para salir por la puerta delantera. Se cubrió con un chal, porque caía una fina cortina de lluvia. Una vez en el jardín se dirigió al buzón en el que el cartero dejaba los periódicos y las cartas cada semana. Lo abrió, dejó el chal encima de la valla para ver mejor el correo, vació presurosamente su contenido y comprobó ávida cada remitente para poner, a continuación, cara de disgusto. Regresó a casa con la correspondencia en una mano, dejando el chal a merced del agua. Su madre la esperaba recostada en una mecedora, en el saloncito que tenían ante un ventanal que daba a un pequeño prado.

-¡Oh, Leonor, querida! Has recogido el correo... No sabes cuánto te lo agradezco. Este reuma me dobla de dolor con esta humedad tan horrible. Menos mal que cuento con una juventud tan solícita -. La mujer calló unos instantes para beber de su tacita de porcelana un poco de café. Cuando terminó, al darse cuenta de que Leonor permanecía muda y con un semblante indefinido, se inclinó hacia adelante tendiéndole una mano-. Pero… ¡dame el correo, cielo! Y, ¿a qué esperas para sentarte a mi lado y leerme el periódico?

Leonor se sentó junto a ella y le tendió las cartas. Su madre fue pasando una tras otra.

-¡Sonríe, hija mía! Ha terminado la guerra. No debes desesperar. Confía en Dios.

La joven se enjugó una lágrima.

-Sí, mamá. Confío…, pero es que ya no recuerdo su cara -. Hizo un mohín-. ¿Sabes qué es lo peor? No tener noticias de él. Y, la verdad, si ha muerto prefiero que me lo digan -. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

Tras permanecer en silencio unos minutos, su madre rompió el hielo.

-Leonor, tengo frío. ¿Me dejas el chal que te regalamos cuando cumpliste los dieciocho? Es muy abrigado.

Su hija la miró, pues acababa de caer en la cuenta de que lo había dejado junto al buzón.

-¡Ahora vuelvo!

Cuando regresó con la prensa, su madre sostenía el periódico del día abierto por la sección de Defensa. Tenía otra cara. Sonreía.

-¿Qué ocurre?

Le tendió el periódico.

-Me parece que ya tienes adónde ir el sábado –le dijo.

Leonor gritó de alegría al leer la noticia. Al día siguiente partía hacia Oviedo...


Sábado, 29 de abril de 1939.

Cuando llegó Leonor, la gente estaba agolpada frente a la puerta del ayuntamiento, vitoreando al militar condecorado. La joven se abrió paso entre la multitud hasta llegar a primera fila, desde donde vería la aparición del nuevo oficial convertido en héroe de guerra. Contuvo la respiración a la vez que la gente aplaudía. Miró las puertas del edificio y le vio salir, con sus medallas en el pecho. Notó que un hormigueo le recorría el estómago y que se mareaba al pensar en todo aquel tiempo sin verle. Sintió el impulso de correr hacia él cuando le vio buscar entre la multitud con la mirada. Se contuvo, esperando que la reconociera. El momento le pareció eterno, lleno de tensión y de esperanza. Y en un instante los ojos de Gonzalo se cruzaron con los de ella, radiantes, en un golpe de magia que prometía ser eterno.