XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

La calle
Antonio Rubio, 17 años  

Colegio Mulhacén 

Basilio repintaba las líneas blancas del paso de peatones. Como las elecciones estaban al caer, el ayuntamiento cuidaba estos minúsculos detalles. Cuando estaba a punto de terminar el sexto y último de los rectángulos, una mujer le abordó por detrás. Era una anciana de esas que tardan su tiempo en cruzar la calle pero que, pese a sus lentos movimientos, se empeñan en andar solas.

—Buenos días, Basilio. ¿Has visto cómo está el tiempo? Se ha vuelto loco.

—Buenas, doña Soledad. Pues sí, la verdad que no sabe para dónde tirar —le respondió alzando los ojos al cielo—. Un día hace sol, otro llueve, al siguiente viento y, después, sol otra vez.

—Así no hay quien se aclare —la anciana se apoyó en la contera del bastón para interesarse por el trabajo—. ¿Le falta mucho?

—No. Terminar esta línea y ya está.

—Bueno, yo ya me voy, que le veo ocupado. Salude a su mujer de mi parte, que hace tiempo que no la veo.

—La saludaré, no se preocupe.

Y siguió pintando mientras doña Soledad alcanzaba la acera, avanzaba unos pasos y entraba en la panadería a la vez que salía una mujer que marcaba un número en su teléfono móvil.

—Hola, cariño… ¿Pasa algo? Es que me has llamado tantas veces… —su cara cambió de semblante mientras parecía encogerse—. No te pongas así, por favor. Tan solo ha sido un descuido —la voz al otro lado del auricular volvió a gritar de tal forma, que Basilio llegó a distinguirla—. Salva, por favor te lo pido, no lo hagas —dijo con lágrimas en los ojos.

Cuando colgó, miró aterrorizada alrededor, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Había quedado con unos amigos en el parque, pero dirigió sus pasos en la dirección contraria, absolutamente abatida. Frente a ella pasó un hombre con un perro sin correa: rondaría los cuarenta, con el pelo largo y un esbozo de perilla. Vestía ropas anchas y desgastadas. Comenzó a cruzar el paso de peatones. En el lado contrario aparecieron dos tipos con camisetas negras con motivos neonazis. Uno de ellos golpeó con su hombro al hombre del perro.

—Eh, tú, ¿de qué vas?

—¿Tienes algún problema, hippie? —le respondió con gesto amenazante.

—Deberías mirar por dónde andas.

—Y tú deberías buscar una ducha, porque apestas —se jactó.

—Te voy a…

—Eh, vosotros, ¿se puede saber qué os pasa? —intervino un policía rechoncho. Había llegado tras deliberar durante unos momentos cuál tenía que ser su papel, pero al ver las cámaras de videovigilancia decidió acercarse.

—Estos fascistas, que buscan pelea.

—Es él, que anda empujando a la gente. El muy perro… Con perdón del chucho.

—¡A callar! —gritó con voz chillona el policía—. Cada cual por su lado y todos contentos.

El dueño del perro siguió su camino y pasó frente a la panadería, de donde salía la anciana mientras guardaba la cartera en el bolso. En ese momento un joven que bajaba la calle vio a la mujer y, avanzando con rapidez y sigilo, le dio un empujón y se lo robó.

—¡Al ladrón, al ladrón!... —gritó doña Soledad al levantarse de la acera con la ayuda de un viandante.

El ratero pasó ante el policía rechoncho, que estaba engullendo una ensaimada en su moto. El agente terminó su almuerzo a toda prisa y arrancó para perseguirle.

—¡Alto! —chilló.

Los coches pasaban por el asfalto, había vecinos que hablaban de balcón en balcón, los cambios de color del semáforo provocaban una pitada multitudinaria y una mujer hablaba por el móvil mientras esperaba con el coche parado a que el semáforo se pusiese en verde.

—Bueno, señor Blanco, creo que está todo zanjado, ¿cierto? —preguntó segura—. Tal vez el contrato no estaba claro, pero… —se oyó la voz del tal Blanco—. Es su problema si no entendió el texto que firmamos. Sabía que le obligaba a devolver el dinero invertido en nuestra entidad, sumados los intereses estipulados —comenzó a exasperarse—. Ya conoce las consecuencias del incumplimiento. Además, sabe quiénes son nuestros letrados, ¿cierto? … Perfecto; buenos días —finalizó al borde del enfado, pero conservando la cortesía.

Sonó la bocina de los coches de atrás, quejándose porque el semáforo llevaba mucho tiempo en verde, pero la mujer, a causa de la ofuscación por su llamada telefónica, no se había dado cuenta. Un hombre mayor se le acercó malhumorado y le golpeó el cristal mientras realizaba extrañas gesticulaciones.

—¿Qué le pasa? —. La mujer no había mirado las luces del semáforo, que en ese preciso momento volvieron a cambiar a rojo. Bajó la ventanilla—. Va a hacer usted que lleguen mis nietos tarde a yudo.

—Váyase al cuerno… ¡Si está en rojo! ¿Qué más quiere?... —El hombre comenzó a darle patadas al coche sobre la rueda trasera izquierda—. ¡Malnacido!

La mujer salí del automóvil y entablaron una acalorada discusión ante la mirada atónita de los nietos del hombre y de los viandantes, mientras el semáforo cambiaba otra vez a verde. Los demás conductores se unieron a la disputa. Mientras, el policía regresó con el bolso de la anciana, que se había sentado en el umbral de la panadería y charlaba tranquilamente con Basilio.