XII Edición

Curso 2015 - 2016

Alejandro Quintana

La confesión

María Amaya, 18 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)    

La joven observaba a través de su ventana. Un niño y una niña, de unos cinco o seis años, jugaban en el parque. Las madres, sentadas en un banco, charlaban alegremente. Una de ellas era rubia y estaba embarazada; podría ser la madre del niño. La otra llevaba el pelo color caoba, y podría ser la madre de la niña, ya que tenían unas facciones parecidas.

«Serán amigas. O parientes…», pensaba Susana desde el otro lado de la ventana.

Hacía poco que Susana había llegado del instituto. Tenía decidido ponerse a estudiar, pero no lo lograba. Algo rondaba su cabeza. A ella, que siempre era una alumna responsable, el “no” se le había interpuesto a sus obligaciones.

«Vamos, concéntrate», intentaba animarse.

Comenzaba a leer en voz alta algunos apartados del libro, pero nada: lo volvía a dejar arrumbado sobre la mesa y regresaba a los niños de la ventana.

Se fue a la cocina a merendar. Después de escuchar la discusión que sus padres mantenían mientras se tomaba un vaso de leche, decidió volver a su habitación y abrir su diario para escribir:

«No suelo escribir sobre mi mundo interior, pero creo que ha llegado el momento. Adoro el colegio en el que estoy, tengo muy buenas amigas… pero mis notas han bajado. No demasiado, pero son una decepción para mis padres y profesores.

»El otro día me enteré de que el abuelo tiene cáncer. Papá y mamá aún creen que no lo sé. No entiendo por qué me lo quieren ocultar; todos nos vamos a morir algún día. A veces mis padres creen que ocultarme las cosas es lo correcto, pero se equivocan, porque siempre me acabo enterando. Tengo diecisiete años y no soy estúpida. Además, esta tarde no ha sido la primera vez que les he oído pelearse: que si separación, si divorcio, si custodia compartida…

»Volviendo al asunto del colegio, noto que mis amigas están ausentes. Cada una va a lo suyo; ya no estamos tan unidas como antes. Ángela sale todos los días con su novio e incluso diría que se ha saltado alguna clase; María… ¡puf! Siempre está metida en sus cómics y el rollo ese del manga; Isabel está preocupada por su hermano, ya que le van a operar en dos semanas de la columna. El grupo, que antes estaba tan unido, ha perdido la alegría, esa viveza que lo caracterizaba. Por otro lado, en mi cabeza ronda la imagen de ese chaval.

»El otro día, cuando yo bajaba la calle, me empujó un ciclista y se me cayó la carpeta al suelo. Todos mis apuntes salieron desperdigados. Justo entonces pasaba ese chico, que me ayudó a recogerlos. No logro quitármelo de la cabeza, y no lo entiendo; nunca me había fijado en ningún chaval y, ahora, aparece uno y me trastoca.

»He quedado con él varias veces; hemos charlado y nos hemos divertido.

»No logro entender qué me pasa: siento nostalgia, angustia y dolor. Quizás mi corazón no sea tan fuerte como pensaba y me haya enamorado. Creer que puedo con todo es un error. Necesitaría encontrarle, hablar con él y que me escuchara».

La joven cerró el cuaderno y observó a los niños que corrían. Sonrió, pero de inmediato se echó a llorar.