VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

La elección

María González de León, 14 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

Ya han pasado dos años desde la muerte del pequeño Nicolás, el cáncer no perdona a nadie, mucho menos a un niño de siete años.

Ana paseaba tranquilamente a su perro, como todas las tardes. Antes lo hacía en compañía de su hermano pero, lamentablemente, eso ya no iba a ser posible.

En el paseo se entretuvo visitando varias tiendas, muchas de ellas por encargo de su madre. El perro no paraba de tirar de la correa. Normalmente era tranquilo, así que este repentino comportamiento era un misterio para la muchacha. Después de tanto forcejear, el animal consiguió soltarse y echó a correr hacia la carretera. Ana lo persiguió, llamándolo a gritos, pero el perro no hizo ningún caso y continuó a su aire. Para cuando Ana consiguió agarrarlo, ambos estaban en medio del trafico. Lo último que pudo ver la muchacha fue un coche que se le venía encima a toda velocidad. Después, nada.

Ana despertó en una completa oscuridad. Se sentía como si no pesase, como si fuese una pluma. Miró a su alrededor, pero estaba completamente sola.

-Ana –susurró una voz aguda e infantil.

La chica buscó el origen de la misteriosa voz con la mirada, escrutando la oscuridad, pero no vio a nadie.

-Ana –volvió a susurrarle la misteriosa voz.

De repente una luz la iluminó. Era tan intensa que tuvo que taparse los ojos con las manos, pero sus ojos no tardaron en acostumbrarse. Vio entonces una puerta enorme frente a ella. De repente aparecieron unas escaleras blancas que parecían ser de puro nácar. Una sensación de tranquilidad la invadió por completo y, con fuerzas renovadas, se acercó a las escaleras y puso un pie en uno de los peldaños. La voz volvió a llamarla, esta vez con más fuerza y claridad.

-Ana...

-¿Nicolás? –reconoció por fin la voz de su hermano.

El pequeño la observaba desde la puerta luminosa. Ana, nada más verlo, empezó a subir las escaleras a toda velocidad, deseosa de reunirse con él. El niño sonrió feliz, pero conforme ella se acercaba su sonrisa fue menguando. Cuando solo le faltaban un par de pasos para llegar, Nicolás desapareció engullido por la luz. Ana apretó el paso, pero una voz la detuvo, la voz de su hermano.

-No vengas. No me sigas.

-¿Por qué no? –preguntó con lagrimas en los ojos.

¿Por qué un niño de tan solo siete años tuvo que morir? Nicolás siempre fue un buen niño, un buen hermano ¿Por qué tuvo que morirse? Siete años no son nada, en siete años a nadie le da tiempo para experimentar nada. Es verdad que catorce tampoco son muchos: tenía tantos sueños, tantas ambiciones y objetivos… Pero, al menos, podría reunirse con Nicolás, podría jugar y reírse junto a él una vez más, como antes.

-Este mundo no es para ti. Todavía no.

-¿Qué quiere decir eso?

-Si continuas ya no podrás regresar. Si te quedas aquí, todavía tendrás otra oportunidad para vivir.

-¿Pero no estoy muerta?

-No. Vivir o morir es tu elección.

-¿Y qué pasa contigo?

De repente escuchó una leve y amarga risilla.

-Yo sí estoy muerto, pero no te preocupes. Cuando llegue el momento nos volveremos a ver.

De repente escucharon unos sollozos. Sus padres lloraban desconsolados.

Al final hizo su elección. Bajó rápidamente las escaleras. Perder a un ser querido es siempre doloroso; no iba a permitir que sus padres pasaran por tan traumática experiencia de nuevo.

En cuanto bajó el último escalón, la puerta desapareció. Despertó en el hospital. Nada más abrir los ojos sus padres empezaron a abrazarla con fuerza. Incluso el perro estaba allí, con una pata rota. Ana sonrió feliz.