XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

La entrega 

Juan Giner, 17 años 

Colegio El Vedat (Valencia) 

Tengo un pequeño comercio en un barrio periférico de mi ciudad, en el que vendo elementos electrónicos para computadoras. Como mi clientela no es muy numerosa, en algunas ocasiones debo recurrir a la mafia local para poder mantenerla abierta. Normalmente no sufro problemas para devolver los préstamos, pero a medida que la situación económica del país ha ido empeorando, mi socio y yo nos vimos obligados a recurrir con más frecuencia a los prestamistas, hasta que llegó el día en que no fuimos capaces de devolverles el dinero. Así que tuvimos que llegar a un acuerdo: les haríamos distintos “encargos” hasta que saldáramos la deuda.

Un día después de echar el cierre, mi socio me propuso ir a un bar cercano a tomar una copa. Como la jornada había sido larga y no habíamos tenido muchas ventas, pensé que me vendría bien despejar la mente. Mi socio se pidió una cerveza; yo, un whisky. Las últimas noches me había costado dormir, así que gracias al alcohol pensé que podría conciliar el sueño. 

Hablamos de asuntos triviales. Cuando se acabaron los temas de conversación, le pregunté cómo iba a quedar nuestra relación con la mafia. Me contestó que había recibido un nuevo encargo. No sé si por efecto del alcohol o porque estábamos hartos de tantas coacciones, reunió valor para preguntarme si estaba dispuesto a escaparme con él, lejos de la ciudad. Su plan era sencillo: después de aquel último servicio huiríamos con el dinero por la frontera con México y allí tomaríamos un barco a Europa, donde les costaría encontrarnos. Le pedí que se callara, no fuera a acabar muerto. Entonces hizo una mueca de disgusto, dejó unos billetes en la barra y salió sin dirigirme la palabra. 

Dormí mal, y cuando a la mañana siguiente acudí, como siempre, a abrir la tienda, me encontré con un espectáculo dantesco: apoyado en la puerta del local estaba el cadáver de mi socio, exhibido como una obra de arte macabra. Lo toqué: estaba helado, como si llevara encima no solo el peso de la muerte sino el del invierno que castigaba la ciudad. Tuve claro que los prestamistas eran los autores del crimen, y que el modo de presentarlo era un aviso: yo sería el siguiente en quedar congelado.

Al lado del cadáver había una maleta roja, con un sobre apoyado en un lateral, que contenía instrucciones sobre dónde llevarla y a quién debía dársela. Me correspondía acabar lo que mi socio había dejado a medias.

Agarré la maleta y empecé a caminar hasta la puerta de la estación del Norte, donde compré un ticket para el metro que acaba en el puerto. Nada más subir al vagón, vi que detrás de mí se subieron dos agentes de la policía. Me asusté. Antes ya me había cruzado con ellos,  pero nunca con un cargamento como aquel, tan voluminoso. No creí que estuvieran siguiéndome, pero no quise quedarme para averiguarlo. 

Cuando bajé en mi estación, respiré aliviado. De todas formas, se empezó a generar en mi cabeza la misma idea que me había planteado mi socio en el bar: no debía seguir trabajando para la mafia; tarde o temprano la policía acabaría por pillarme, si es que antes los pistoleros no me asesinaban para asegurarse de que no me fuera de la lengua. Así que tenía que buscar una salida a aquella situación. 

Avancé lentamente hacia el punto de encuentro, donde me esperaba un hombre con ropas oscuras y una gorra del equipo local, tal como lo habían descrito las indicaciones que me habían dejado junto a la maleta. 

Después de un breve intercambio de palabras me preguntó si traía la mercancía. Asentí. Quiso ver si estaba todo en orden. Entonces le entregué la maleta y la abrió, pero sin dejarme ver lo que contenía. De pronto sacó una pistola y me advirtió que no estaba dispuesto a pagar por aquella remesa. Hice lo posible para que entendiera que yo no tenía nada que ver con sus vendedores, pero no quiso escucharme. 

Me abalancé sobre él, forcejeamos por el arma y esta se disparó. Noté un dolor fuerte en el abdomen, busqué si había un orificio de entrada, pero me di cuenta de que no había sido yo quien había recibido el impacto. Aterrorizado, solo podía pensar lo que me pasaría si la policía encontraba el cadáver y en lo que me sucedería cuando la mafia se enterara de lo que había pasado. Miré a mi alrededor y me escondí en un contenedor del puerto. Cuando los estibadores lo cerrarán, tendría la oportunidad de escapar en un buque y olvidarme, de una vez por todas, de aquella pesadilla. No sabía cuál podría ser mi destino, pero en todo caso sería mejor que aquel que estaba viviendo. 

Acabé en una ciudad costera desconocida para mí. No entendía el idioma, pero tuve clara una cosa: la pesadilla había terminado. 

Al fin pude dormir.