VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

La mitad de su alma

Isabel Rodríguez Maisterra, 15 años

                 Colegio Montealto (Madrid)  

Marco empezó a inquietarse. Daba vueltas y vueltas en la cama. Aula debería haber llegado ya. Tuvo un mal presentimiento. Se le hizo un nudo en el estómago. Horribles pensamientos acudían a su mente. Se levantó, se puso una túnica corta y se echó una capa sobre los hombros. Atravesó el atrio corriendo y salió de su casa.

Silencio. La luna iluminaba tímidamente la calle. Marco solo oía el latido de su corazón acelerado por el miedo y por la carrera. Un solo pensamiento: Aula.

Llegó a uno de los barrios más humildes de la ciudad. No le quedaba aliento. Allí estaba la casa que Aula visitaba todos los domingos. Se acercó. La puerta rota, el interior arrasado y una esclava llorando en un rincón. Sus peores sospechas fueron confirmadas.

−¿Dónde están? –preguntó con voz temblorosa a la mujer.

Esta sollozaba sin cesar.

−¡Contesta! ¿Dónde se los han llevado? –gritó fuera de sí.

−Los han hecho prisioneros.

Marco corrió hacia la prisión. Esta estaba situada cerca del foro. La angustia comenzó a oprimirle el pecho. Un solo pensamiento: Aula, su amada Aula.

−¿Qué quieres? –preguntó rudamente uno de los guardias.

−¿Han traído hace poco a un grupo…?

−¿Los cristianos? Acaban de ser condenados. Los han llevado al Anfiteatro Flavio –dijo con una sonrisa malévola−. ¡Escoria! –añadió escupiendo al suelo.

Amanecía. Marco se hallaba ante el imponente edificio.

−Llévame a las mazmorras –ordenó al soldado que estaba allí de guardia.

−No está permitido.

−Obedece, idiota. ¿No me reconoces? ¡Soy el senador Marco Publio Magno!

−Perdone, senador –se disculpó contrariado el guardia−. Sígame por aquí.

Humedad, oscuridad y suciedad impregnaban el horrible lugar.

−Muéstrame donde están los cristianos que acaban de encerrar –pidió el senador.

−Es aquí –indicó el soldado.

Una pequeña antorcha iluminaba el interior de la celda.

−¿Marco? –una hermosa joven se acercó a él.

El corazón de él se aceleró.

−¡Aula!

Los dos se fundieron en un abrazo. Marco no quería soltarla, no permitiría que la apartaran de su lado.

−Marco… −susurró ella− pensé que no podría despedirme de ti.

−No... Aula, no lo digas. Conseguiré que vuelvas a casa.

Ella le miró a los ojos con una sonrisa triste, pero cálida y serena.

−Rechacé el sacrificio a los ídolos. Todos lo hicimos –señaló al resto de personas que llenaban la celda−. Hemos sido condenados a muerte.

−¡No! ¡No lo permitiré!

Ella le cogió la mano. El dolor arañaba el alma del joven, al que iban a arrebatarle a alguien a quien quería más que a su propia vida.

−¿Por qué? ¿Por qué, Aula? ¿Por qué Dios te hace esto?

Ella respondió con una caricia.

−No pretendas entender a Dios. Si le entendiéramos seríamos como Él.

Se sentaron juntos en un rincón. Ella apoyó la cabeza sobre el hombro de Marco sin soltarle la mano.

−No odies a Dios, Marco. El nos amó tanto que nos entregó a su Hijo que murió para que nosotros tengamos vida eterna, y fue una muerte de cruz.

Las lágrimas corrieron por las mejillas de su esposo. Se apresuró a secárselas. Aula no pudo evitar llorar también. Otras personas llegaban a la celda a despedirse de sus familiares.

En su rincón, Aula y Marco eran ajenos a todo lo demás. El joven miró a su mujer a los ojos.

−Quiero morir contigo. Mi vida no tiene sentido sin ti.

−¿Y qué hay de nuestros hijos? Yo me marcho, pero ellos apenas están empezando a vivir y te necesitan a su lado. Tienes que darles todo el amor que yo no podré darles. Serás un gran padre.

−¿Tú crees?

−Estoy absolutamente segura. Y yo, desde el Cielo cuidaré de vosotros –Aula sonreía−. ¿Les hablarás de mí?

Marco asintió.

−Diles todos los días lo mucho que les quiero. ¿Lo harás?

Marco volvió a asentir y trató de sonreír pero sin conseguirlo.

El tiempo pasaba y la hora de Aula se hacía próxima. Marco no se separó de ella ni un instante. Hablaron y compartieron silencios que conseguían expresar lo que las palabras no podían.

−Mi último deseo, Marco, es que descubras a Cristo. Él nos da la felicidad, aunque no siempre del modo en que esperamos.

−¡Es la hora! ¡Condenados a la arena! –gritó rudamente un soldado.

−Reza para que sea valiente –pidió Aula abrazando a su marido−. Y no olvides de que te amo.

Este la besó por última vez con lágrimas en los ojos.

−Lo haré. Yo también te amo, Aula. Te amo más que a mi propia vida.

−Hasta pronto. Antes de lo que crees estaremos juntos –dijo Aula reuniéndose con los demás.

Abrieron una puerta. Se veía la arena. La multitud gritaba sedienta de sangre. Los condenados estaban a punto de salir.

−Marco –dijo Aula, volviéndose− ¿Recuerdas lo que me dijiste el día de nuestra boda?

−Que quería hacerte feliz todos los días de tu vida.

−¡Que sepas que lo has cumplido, todos y cada uno de los días de mi vida! –gritó ella antes de desaparecer por la puerta.

Volvía hacia casa como un sonámbulo. La mitad de su alma había muerto con su esposa.

−¡Buenas tardes senador! –saludó el esclavo que abrió la puerta.

Pero fueron dos voces muy distintas las que le devolvieron a la realidad:

−¡Es pater! ¡Pater!