IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La muerte

Ana Oriol, 16 años

                 Colegio La Vall (Barcelona)  

No recuerdo ni el día ni la hora. Solo sé que llovía y que las gotas que caían del cielo me parecían insignificantes comparadas con las lagrimas que rodaban por las mejillas de Claudia. Sus ojos estaban inundados, brillaban y reflejaban la más honda tristeza que he contemplado jamás. Me sentí prisionera de aquella mirada infeliz.

“Ayer Claudia tenia padre”, me dije a mí misma. “Parece increíble que en pocas horas sólo quede un cuerpo inerte, frío como el mármol y condenado a la descomposición”.

Me estremecí al contemplar de nuevo aquella escena en la que Claudia escudriñaba el rostro de su madre suplicándole consuelo.

“No encontrarás alivio alguno en ella”, comenté cruelmente para mis adentros. “Él no volverá”.

Durante el transcurso del funeral continué revolviendo mi cerebro en busca de una respuesta al misterio de la muerte, una justificación a la pasividad que demuestra gran parte del mundo hacia semejante enigma.

“¡No podemos acabarnos en alimento para los gusanos!” repetía una voz a mis oídos. “¿Cuál es el sentido de la vida si tiene semejante fin?”

Claudia procuraba enjugar aquel manantial con un pañuelo blanco que, poco a poco, se teñía de rímel y dejaba el contorno de sus ojos ennegrecido. La ceremonia estaba llegando a su fin y el sacerdote trataba de consolar a los parientes del difunto. Pensé en mi familia; ¿qué haríamos sin mi padre? Al preguntármelo pude entender ese torrente de lágrimas de mi amiga y lloré también, por ella y por mi ceguera. El amor que tengo por mi padre me hizo comprender que tras la muerte existe algo porque es imposible que semejante afecto acabe así, sin más. El amor tiene que ser inmortal, superar todo obstáculo, incluso la muerte. Si no fuera así, qué sentido tendría la vida.