V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

La muerte de don Julián

Manuel Morales, 15 años

                Colegio Mulhacén (Granada)  

Era el último día de invierno. Tras la tormenta del día anterior, se respiraba la humedad en el ambiente. El viento había provocado algunos desperfectos: ramas arrancadas, macetas rotas, hojas cubriendo el suelo… Pero el jardín parecía intacto.

Don Julián se levantó al alba. Como venía siendo habitual se aseaba, preparaba el desayuno e iba a leer a su butaca en el porche. Rondaba los ochenta años. Su tez curtida y las manos ásperas, propias de quien ha pasado los años como campesino, le daban un aspecto rudo. Pero nada más lejos de la realidad: bajo su semblante habitaba un corazón tierno y preocupado por los demás.

Don Julián contempló el arcoíris. Los cerezos comenzaban a florecer, contraponiéndose a la lejana montaña nevada. Los pájaros inundaban de melodías el ambiente. Don Julián solía echarles unas migas de pan, pero se encontraba demasiado cansado. Era una sensación extraña.

Se recostó en la butaca. Poco a poco se le fueron cerrando los ojos bajo la dulce caricia del so, hasta que se quedó plácidamente dormido.

Habían pasado las horas. Caía la tarde. El sol se ocultaba tras las colinas, empapando el cielo con un manto rojo. Un golpe de viento despertó a don Julián. Miró su reloj de muñeca e intentó levantarse. Pero su cuerpo no le respondía. Tal vez del cansancio o tal vez de la edad. Sus ojos volvían a pugnar por cerrarse. Los sentidos se desconectaban del exterior contra su voluntad.

Don Julián tenía un concepto desagradable de la muerte, como si fuera una mano fría y tenebrosa que te desarraiga de la viada. Algo totalmente opuesto a su vitalismo.

Su espíritu se apagaba como si un poder sobrenatural se apropiara de él. Un tranquilizador y suave bienestar le invadía para hacerle renacer en el más allá.