XIX Edición

Curso 2022 - 2023

Alejandro Quintana

La otra cara de la ley 

Alejandro Quintana, 17 años

Colegio Mulhacén (Granada)

Sergio Navarro se encontraba de pie en frente de una cafetería, el lugar acordado para su cita. 

Suspiró y, acto seguido, entró. 

No le costó localizarlo. Era un hombre, y estaba sentado en una mesa apartada del fondo, para que pudieran hablar con total discreción. Avanzó hacia él, lo saludó y tomó asiento. 

Permanecieron en silencio un pequeño rato, hasta que aquel tipo, después de acabarse su café, le dijo: 

–Conozco esa mirada. Ya ha resuelto el caso, ¿no es así? 

Sergio asintió. 

–Tan perspicaz como siempre, inspector –le dijo. 

Juan Torres (que así se llamaba el hombre) era un sobresaliente inspector de policía. Sergio Navarro, un periodista freelance muy curioso, de gran inteligencia y facilidad para entrometerse en los casos del inspector. Aunque a este no le gustase admitirlo, sin su ayuda muchos de sus casos no se habrían resuelto. 

–Debo confesarle, inspector, que este ha sido el más ingenioso de todos a los que me he enfrentado –Sergio se cruzó de brazos antes de proseguir:– Le haré un breve resumen de los hechos –carraspeó–. Además de extraño, digamos que es un caso de prioridad estatal, pues afecta a altos cargos, en especial a seis personas: sin contar a la crupier, un juez, un fiscal, el comisario jefe de policía (sentados a la izquierda), el mismísimo alcalde, un abogado y un funcionario (sentados a la derecha). Estas personas han tomado la costumbre de reunirse cada cierto tiempo en un cuarto apartado de un club, para enfrentarse en diversas partidas de póker. El día de autos, se sirvieron sus bebidas, charlaron y se dispusieron a jugar. Terminada la primera partida, hicieron una breve pausa. Diez minutos después de que empezara la segunda, uno de los presentes, en este caso el fiscal, cayó al suelo, muerto. 

El inspector se rascó su barba de treintañero.

–Prosiga.

–Verá, inspector –continuó el periodista–, me pegunté por los motivos que había para asesinar al fiscal, pero mis deducciones me llevaron a otra cuestión muy diferente: ¿Y si el fiscal no era el objetivo del asesino?

–Dígame lo que descubrió.

–Mejor, hágase usted mismo la pregunta:  ¿quién era la víctima prevista? El comisario, sin duda. 

–¿Cómo lo justifica?

–Verá, cuando finalizó la primera partida y se levantaron todos, el asesino aprovechó para envenenar la bebida del comisario y, en el descanso, se deshizo de la ampolla donde estaba la droga mortal. Todo debía de haber salido según lo previsto, pero hubo un pequeño detalle que cambió los planes: una gabardina. 

–No lo entiendo –manifestó el policía.

–Pero si está clarísimo… Al comisario se le debió de caer de la silla. Cuando la crupier la recogió, la colocó en la silla de al lado y, sin ser conscientes, todos, incluido nuestro homicida, rotaron un asiento y no se dieron cuenta de que, por ello, había cambiado la posición de dos o tres vasos –tomó aire y prosiguió:–.  Imagínese la sorpresa del asesino cuando vio morir al fiscal. Se quedaría desorientado. Sin embargo, no podía mantenerse quieto; debía actuar con rapidez. Y, como un prestidigitador, se sacó de la manga un enigma para la policía: aprovechó que los jugadores tenían la vista fija en el fiscal, para cambiar el vaso incriminatorio por otro que probablemente no se había usado. De este modo, se aseguró que no se encontraran rastros de veneno.

Una camarera se acercó a la mesa. 

–¿Qué les sirvo?

Sergio pidió un café con leche y el inspector le encargó que le rellenaran la taza. 

–Bien –prosiguió cuando volvieron a quedarse solos –; con estos datos, sabemos que el asesino aprovechó el momento en el que todos se levantaron entre partida y partida para verter el veneno. Si hacemos un descarte, hay que eliminar al alcalde, al abogado y al funcionario, pues estaban muy lejos del vaso. Y si hemos deducido que el comisario era la verdadera víctima a la que iba dirigida la copa, solo nos queda el juez. 

La mujer trajo los cafés.

–Su historia está muy bien contada. Es digna de un buen reportero –le alabó el inspector Torres con un deje sarcástico–, pero tiene un fallo. ¿Hay pruebas en contra del juez? Porque debe tener bien armada su teoría si va a acusar a un hombre que conoce la Ley como la palma de su mano. 

–No me ha dejado acabar, amigo mío –habló Sergio antes de dar un sorbo a su café–. El juez ha tenido tiempo para deshacerse de la prueba del crimen, pero debemos tener en cuenta que en un asesinato siempre existe un móvil. Si están involucrados dos hombres de la Ley, puede que el comisario encontrara anomalías en algunos casos en los que participó el juez. Y si mi teoría es cierta y los sitios se alteraron en el descanso, los vasos también debieron cambiarse de posición. Inspector, si manda analizar el vaso del juez, es probable que sus compañeros de criminalística encuentren las huellas dactilares de dos personas: las del comisario y las del juez, y muy probablemente restos de la saliva de ambas personas. Claro, que esto no demuestra su culpabilidad, pero tendrán algo para presionarlo, que les lleve al ejercicio corrupto de su actividad. 

Juan Torres se quedó pensativo. Después de mirar al periodista y dedicarle una sonrisa, se levantó de la silla sin decir palabra y llamó a la camarera para pagar la cuenta. 

–Mandaré que analicen el vaso–sacó el móvil–. Le agradezco, una vez más, su ayuda. Sin embargo, ni se le ocurra pensar que voy a volver a ser tan amable con usted. 

–No tiene por qué dármelas –Sergio, entendió el verdadero significado del mensaje–. Ambos hemos conseguido algo: usted a su asesino, yo mi exclusiva. 

–Si lo que ha dicho es cierto, emitiré una orden de busca y captura contra el juez. 

–No será necesario, inspector –esta vez la sonrisa fue de Sergio–. Según mis fuentes, el juez iba a concertar una cita con el comisario esta misma tarde –miró su reloj–. Si quiere atraparlo, debe darse prisa; hace media hora que están reunidos.