IV Edición
Curso 2007 - 2008
La última copa de coñac
Guillermo Alonso, 16 años
Colegio Vizcaya (Vizcaya)
Sentado en su escritorio, Jack examinaba su vida. Una pila de años le pesaba al recordar momentos pasados, como quien hace un recopilatorio de anécdotas convencido de que el final se halla a la vuelta de la esquina. Su cabellera estaba revuelta, dándole aires de demente junto a la bata granate de terciopelo y sus zapatillas sin talón. Suspiró. Tomaba breves y esporádicos sorbos de una copa de coñac mientras la mirada se le perdía en la casa que él mismo había construido. Miró bailar las llamas de la chimenea, que arrancaban suaves lamentos a los leños allí apilados.
Aquel soldado valeroso se veía ahora como un viejo temeroso de la muerte. Aunque vivía entre recuerdos, no encontraba que su pasado tuviese valor: lo había perdido todo. “¡Qué desperdicio de vida!”, pensó. Tomó impulso para levantarse y dirigirse a la biblioteca. Paseó el índice por el lomo de los libros hasta que encontró un enorme volumen con bordes dorados. “Historia de una vida”, por Jack Callahan. Se dedicó una media sonrisa y volvió al escritorio.
Una vez acomodado en su butaca, tomó un tintero y una pluma del cajón y humedeció la punta. Al cabo de un buen rato se detuvo, pensativo, para dar un nuevo sorbo al coñac. De nuevo suspiró profundamente, frunció el ceño e hizo memoria:
“19 de Marzo de 1942. Jamás podré olvidar aquel día. Fuimos emboscados al borde del bosque. Aquellos que nos cubrían la espalda corrieron en busca de ayuda y, en un abrir y cerrar de ojos, me encontré en medio de un terrible enfrentamiento. Cientos de soldados corrían hacia todas las direcciones entre las explosiones ocasionadas por la artillería de ambos bandos. La escena era aterradora. Los soldados gritaban presos del pánico y algunos buscaban cobijo entre los pinares, pero no lograron escapar. Flotaba el olor a pólvora y la muerte podía palparse en el fragor de la batalla. Aquello fue una masacre. Pensándolo ahora, comprendo el absurdo de la guerra por todos los sueños que mueren entre cañones y fusiles”.
Pasó de página y comenzó a hilvanar con la plumilla un nuevo pensamiento:
“Martha… Siempre conservaré un trozo de mi corazón para ella. Desde el primer momento en que la vi supe que éramos el uno para el otro. Conocerla fue lo mejor que me pasó en la vida. Aún no sé cómo la conseguí, pero el tiempo que estuvimos juntos fue el mejor de mi vida. Fuimos felices durante muchos años, hasta que el destino se encaprichó de su hermosura y decidió arrancarla de mis brazos. Yo…”
Se le hizo un nudo en la garganta. No pudo seguir escribiendo. Eran tantos los recuerdos, el dolor y las pasiones que el corazón se le salía del pecho, algo que su cuerpo ya no podía soportar. Quería acabar de escribir su historia antes de que ésta se acabara de verdad, pero abrir su alma le suponía demasiado esfuerzo. Se puso en pie, tomó su copa y, paso a paso, se acercó al sillón que había junto a la chimenea. Miró de nuevo las llamas. Se sentía muy cansado. Pensó en Martha y en sus hermanos. Hizo balance de su vida. Permaneció pensativo y acabó por sonreír.
-Que la vida es un desperdicio… ¿Cómo pude ser tan ignorante?
Se acomodó en la calidez del sillón mientras una mezcla de melancolía y felicidad humedecía sus ojos. Tomó un último trago, soltó otro de sus suspiros y, poco a poco, se fue deslizando por un sueño profundo. La copa, solitaria, se estrelló contra la alfombra.