VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

La vida debe continuar

María de los Reyes del Junco Pérez, 15 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

La ciudad que nunca duerme me espera de nuevo para escuchar mis penas. Camino y Nueva York me parece más oscura que nunca. La polución explora cada poro de esta ciudad de la que nunca me he podido marchar. Las calles están atestadas.

Ando con lentitud hacia mi esquina de Broadway. Allí me siento con solemnidad, como todos los días, saco su estuche, lo abro y una leve nube de polvo se expande alrededor, recuerdos del tiempo que pasé acariciando aquel terciopelo, antaño rojo y ahora desvaído. Acaricio su superficie fría y dura, sus curvas, sus clavijas, su dulce mecanismo… Me siento transportado al pasado, cuando tocaba en los mejores cabarets y mi sonrisa lucía blanca y los ojos brillaban soñadores. Oh, aquel jazz dulce y perezoso que deambulaba por cada rincón, aquel ronroneo sutil y elegante que silbaban los neoyorquinos. Pero la época dorada pasó, mi saxo no es dorado ya, sus años de juventud pasaron con los míos, fuimos arrastrados y olvidados.

Vuelvo a la rutina; me acomodo en el suelo y beso a mi saxo tenor. Comienzo a tocar y desato mi fantasía. La música emerge del saxo sofocada, ronca y melancólica, como si le diera pereza abandonar su cobijo de lata. Empiezo a contar mi historia a través de esta música que nadie se esfuerza en comprender.

Rondaban los años sesenta. América era el sueño de cualquier muchacho holandés de clase baja. Llegué a nueva York con diez años. Mi tío Joe, un tipo extraño y metido en líos, me acogió en su casa. Pasaron cinco largos años, olvidé mi lengua, mis orígenes.

Una de las muchas noches en las que llegaba borracho, lo vi sentado a la luz fantasmagórica de las velas. Un vaso de whisky en una mano, un cigarrillo en la otra. Sobre la mesa un revólver. Me pidió que me acercara y cuando estuve a su lado… Son demasiados recuerdos, demasiado dolor. Al tío Joe se le habían acabado las ganas de vivir. Me dejó solo. Fue entonces cuando lo descubrí en un estante del estudio. Era precioso y estaba reluciente, listo para ser afinado. Un tipo muy simpático llamado Fred me enseñó lo básico para tocarlo. Robé partituras de los cabarets y entre partitura y partitura, trabajaba en los almacenes para ganarme la vida. Fred murió a los dieciocho años, una banda enemiga le pegó tres tiros y se desangró en plena Quinta Avenida.

Los años siguientes fueron duros, agónicos. Hasta que un día de calor sofocante, cuando tocaba en esta misma esquina, un viandante me entregó una tarjeta en la que ponía un número de teléfono. A la noche siguiente tenía trabajo, alojamiento, comida y muchas señoritas prendadas de mí en un cabaret humilde, pero cabaret al fin y al cabo. Entonces conocí a la única persona que me podía apartar de la música. Se llamaba Margaret, miss Maggie. Era cantante de un club lujoso. Tenía los ojos brillantes y los cabellos rojos como ascuas. A ella le habría entregado mi vida, mi existencia, mi alma entera. Sus ojos me conmovían y su voz me doblegaba el corazón que, dócilmente, se inclinaba ante aquella vivacidad. Al principio no me hacía caso, me ignoró, pero yo la amaba demasiado para dejarla ir tan fácilmente. Mi amigo Fred me lo dijo una vez: “mientras más insistencia pongas, mayor será la huella que dejes en su corazón.”.

Conseguí su amor. Fueron los años más felices de mi vida. Parecía que todo empezaba a sonreírme. Pero el destino es demasiado caprichoso. Yo estaba destinado a mi saxo, a mi jazz, destinado a la eterna incertidumbre. Ella, a dejarme solo. Igual que Holanda, igual que tío Joe, igual que Fred. Nunca olvidaré su melena roja perdiéndose en la oscuridad del éxito. Cogí mi saxo, el único que no me había abandonado y me encerré en él, en su dulce cantar.

Pasaron las semanas, los meses, los años… Apenas me daba cuenta, ocupado en recordar fantasmas. Pero la felicidad no vive en los recuerdos. La vida debe continuar.

***

East River.

La ciudad de Nueva York brilla como nunca. Su luz es tan bella como engañosa y se refleja en el agua del río. En el cielo no luce una sola estrella; es la luz engañosa de Nueva York que oculta la verdad.

En mi mano sujeto su estuche. El saxo se ha convertido en un buen amigo, pero la vida debe continuar.

Las turbulentas aguas me asustan, pero mi determinación es fuerte. Han sido demasiados años de exilio. Debo despertar de este sueño. Beso el estuche desconchado y lo dejo caer en el río. Lo observo hundirse, gemir, suplicar. Las lágrimas ruedan por mis mejillas. Toda una vida se hunde en las profundidades: mi jazz, mi música, Holanda, tío Joe, Fred, mis Maggie…

Miro el cielo. La luna brilla con intensidad. Ésa es la única verdad.