V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Ling y Yan 
María de los Reyes del Junco, 14 años

                 Colegio Entreolivos (Sevilla)  

Ling corría bajo la espesa lluvia. Tenía que detenerse de vez en cuando para colocarse el kimono mojado. El obi le pesaba como un saco de arroz sobre la espalda. Era de noche, noche cerrada, pero el barrio estaba igual de luminoso y deslumbrante que de día. Muchas luces por todas partes, personas de un lado a otro, geishas bellas y sutiles que acudían a vender magia a bares y restaurantes. Menos mal que nadie había reconocido a la hija del Emperador...

A Ling le habían dado la educación propia de una hija del Imperio. Le enseñaron a leer y escribir la complicada grafía china, a tocar toda clase de instrumentos, a andar con la delicadeza del viento cuando mece las flores del almendro, a mantenerse cabizbaja ante una persona mayor que ella. No conocía el exterior de los jardines del palacio, en donde vivió confinada.

Siempre había obedecido a su padre. Pero un día conoció a Yan, un criado. Solían ir juntos al lago para pasear en barca. Yan le enseñó el secreto de la felicidad, cosas que ningún hombre, por muy rico y poderoso que fuera, podía mostrarle. Pero Yan era feliz y ella no. Él no tenía nada de lo que Ling tenía y, sin embargo, era más feliz que ella. ¿Por qué? Yan tenía libertad.

Ling corría bajo la espesa lluvia. Quería irse lejos del palacio y lejos de su padre. Quería ir con Yan. Pero Yan nunca podría acompañarle ni hablarle. Yan nunca podría mirarla a los ojos y decirle que eran bonitos. Yan nunca podría llevarla al lago de lotos. Nunca. La palabra resonó en su mente y no pudo evitar llorar lágrimas invisibles que se mezclaron con la lluvia. Dejó atrás el barrio y se internó en un bosque cercano.

Su padre había matado a Yan. Ling y Yan habían estado juntos en el lago de lotos. Hablaban del misterio del amor. Ling tenía una sombrilla en la mano y él remaba con parsimonia. Entonces le dijo algo que a Ling le gustó. Se inclinó hacia ella y le rozó los labios con un beso. En ese momento llegaron los guardias y arrestaron al criado. Ling no podía hacer nada por él. Mandaron a Yan ante el Emperador. A pesar de los ruegos de su hija, éste ordenó su ejecución. Por eso corría Ling: su padre había matado a Yan y sentía odio, repulsión, y asco. Ella siempre había respetado y obedecido a su padre.

Ling se apoyó en la corteza de un árbol y, pensando en Yan, se sumió en un sueño. La despertaron los primeros rayos del sol. Sin embargo, sus ojos rasgados no querían abrirse y comprobar que Yan no estaba con ella.

-Ling, despierta. Estoy aquí.

Ling no se lo podía creer. ¡Era la voz de Yan! Abrió los ojos, pero Yan no estaba. Ni Yan ni nadie. Estaba sola, completamente sola entre los árboles. Empezó a llorar y a lamentarse. No podía creer que la única persona que la había amado estuviera muerta. ¿Cómo pudo ser su padre tan cruel?

Ling se sujetó su cabellera y, con una daga que siempre guardaba bajo el kimono, se cortó sus largos cabellos. Rasgó las faldas y envolvió cuidadosamente los mechones entre la seda. Se guardó el trozo de tela cerca del corazón y se puso una meta: seguir viviendo como le enseñó Yan, con alegría.

No podía volver al palacio. El Emperador acusaría a Ling de deshonra y la desterraría de sus tierras. ¡Ah, el honor chino que Ling nunca comprendería! Ella daba más valor a los sentimientos y al amor que al honor.

Se encaminó hacia la aventura y se instaló en una aldea de las montañas. Los pastores la arroparon con cariño, como si fuese una más. Improvisó una escuela y enseñó a los niños todo lo que ella había aprendido en sus clases particulares en palacio. No tardó en encontrar a un buen hombre que la protegiera, como habría hecho Yan. El pelo volvió a crecerle y el dolor desapareció, mas ella siguió guardando aquellos mechones para no olvidar a Yan. Formó una familia y fue, sin duda, mucho más feliz que entre sedas y lujos.