IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Los miedos

Julia Playán, 17 años

                  Colegio SEK Ciudalcampo (Madrid)  

Marcos no podía evitar aquella temblequera a pesar del sofocante calor de aquella mañana de julio. Temeroso, se moría por aferrarse a la pierna de su madre, pero las miradas de los otros niños, a veces dispersas, a veces fijas en su nuca, le forzaban a mantener una postura muy recta, muy valiente, muy compuesta. Se quitó la ropa lentamente y la fue dejando, dobladita, en el banco. Con una solemnidad ceremonial fue sacando, una a una, las cosas de su pequeña mochila. Se ajustó la goma de las gafas y metió hasta el último rizo rebelde dentro de su gorro naranja, como había visto hacer a los nadadores de la tele.

Su hermano y su padre habían llegado antes y le estaban esperando. Él caminó, con pasos cortos, indecisos, hasta el bordillo. Había estado mil veces allí pero ahora, sin manguitos, le parecía que la piscina era mucho más profunda, fría, inquietante y azul. Al inclinarse hacia el fondo notaba el mismo revoloteo de mariposas en el estómago que sentían sus héroes de cómic al asomarse a lo más profundo de un precipicio.

El último mes había aprendido con los hinchables a flotar, a mover las piernas y, sobretodo, a no sucumbir al pánico que a veces le atacaba. Aquel día, en el desayuno, supo que había llegado el momento de soltarse definitivamente.

Introdujo en el agua, con extremo recelo, el dedo pulgar, tieso como en el peor de los calambres, a modo de avanzadilla. Su padre se había acercado. Al contemplar la expresión de vértigo en su carita, se echó a reír. Aquella risa grave, atronadora, le arrancó una sonrisa porque le pareció una espiral que subía, cada vez más alto, arrastrando sus miedos con ella y estrellándolos contra las nubes. Fue entonces cuando cogió aire y, tapándose la nariz, saltó.

Cuando se hundió se creyó desnudo sin sus manguitos, pero le tranquilizaban los gruesos brazos de su padre que le asían fuertemente de la barriga mientras luchaba con su minúsculo cuerpo contra la inmensidad de la piscina. Se sentía diminuto, cansado y algo torpe, pero el orgullo de haberlo conseguido hinchaba su pecho e impedía que todo aquel cloro en el que había sumergido su nariz le llegara hasta sus pulmones.

Cuando, agotado, subió las escaleras y corrió hacia la toalla que le tendía su madre, se sintió, por una vez en su vida, el niño más valiente del mundo. En los ojos de sus padres descubrió ese mismo convencimiento. “Todos los chicos del mundo deberían aprender a nadar”, pensó, “aunque únicamente fuese para disfrutar de aquella gran victoria sobre los miedos”.