VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Personalidad

María Ros, 15 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

Estaba nerviosa. Tamborileaba con los dedos en mis rodillas. Ya me tocaba. Dentro de nada me harían entrar y tendría que enfrentarme a mi mayor temor, expresarme, dar respuestas claras; al fin y al cabo, acostumbrada como estaba a abreviar las palabras en el móvil a veces ya ni me salían correctamente. Pero tenía que hacerlo si quería cumplir mi sueño: ser actriz.

Saqué de nuevo mi chuleta. Era perfecta. Allí decía todo lo que querían oír.

Se abrió la puerta y me llamaron. Todavía insegura, me adentré en aquel oscuro despacho.

Dentro había tres personas: un hombre trajeado detrás de una mesa; a su derecha una mujer con las piernas cruzadas y una pequeña libreta sobre sus rodillas; el tercero era el que me había abierto la puerta, con el pelo engominado y peinado hacia atrás y con un traje oscuro, se sentó en un sofá.

El hombre de la mesa hizo un además con la mano, ofreciéndome una silla frente a su escritorio. Obediente, me senté.

Al cabo de unos segundos, que a mí me parecieron eternos, ese hombre se presentó. Se llamaba Karl y era el director de la academia. Empezó suave, preguntándome cosas triviales, sin importancia, información que podía averiguar fácilmente. Después de escudriñar toda mi superficialidad, llegó la pregunta más importante, aquella por la cual te permitían o denegaban el acceso al mundo de la actuación:

-¿Por qué quieres ser actriz?

Esa pregunta tan sencilla, era la clave.

Se hizo el silencio. El reloj de la pared rascaba cada segundo y la pluma de la mujer trabajaba con ahínco. El rasguño sobre el papel penetraba en mi cerebro, sin dejarme pensar con claridad.

Apenas unos segundos más tarde empecé a balbucir ideas sueltas, sin sentido. No recordaba lo que había escrito en aquel papel que ahora quemaba mi bolsillo. No podía sacarlo: quedaría como una inepta. Comencé a ponerme nerviosa, alcé la vista y me topé con unos ojos penetrantes e impacientes, estaban a punto de despedirme, así que tomé una decisión: no iba a contarles lo que querían oír. Tenía que defender lo que yo pensaba.

Cerré los ojos, respiré profundamente y comencé a hablar:

-Me gustaría ser actriz porque me gustaría cambiar el mundo.

Al abrir los ojos, encontré tres caras de asombro que, más tarde, se convirtieron en incredulidad. Sin embargo, descubrí en una de ellas un pequeño atisbo de interés.

-La gente se dedica a escoger, que no pensar. Lo que quiero decir es que nos viene todo dado: los pensamientos sobre el mundo, el hombre, la familia, la cultura… Únicamente tenemos que preocuparnos de escoger. Lo malo es cuando lo que nos ofrecen no es correcto. Por ejemplo, el cine está sobrevalorado. No hay películas con fondo, que transmitan un mensaje bueno. Por eso se necesitan personas con ideas claras y correctas, para ofrecer otras posibilidades. Tenemos una sociedad cómoda, superficial. Nos conformamos con ir al cine para divertirnos y no nos preocupa si lo que vemos nos hace daño. Por eso tiene que haber actores que den otras posibilidades al mundo o, dicho de otra forma, que lo cambie. Y a mí, me gustaría ser una de esas personas.

Cerré la boca de golpe y tragué saliva. Me había quedado seca.

Se hizo un silencio sepulcral. Se detuvo hasta el rasguño de la pluma. Sabía que nunca iba a entrar en esa academia, por tener ideas propias.

Salí afuera y me hicieron esperar un buen rato. Al fin me dijeron que me telefonearían para comunicarme su decisión.

Volví a casa, pensativa. Había dejado sin palabras a esas personas que piensan por los demás, que no nos permiten escoger.