IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

Pesadilla en un tranvía inglés

Verónica de Vicente-Retortillo, 15 años

                Colegio Montealto (Madrid)  

-En cuanto se me presente la más mínima oportunidad, me cambio de empleo.

Esa fue la decisión que refunfuñé a media voz al llegar a casa. Estaba saturado a causa del cansancio, el estrés y el dolor de cabeza que me causaba mi lugar de trabajo. Recuerdo con amargura la primera vez que, ilusionado y lleno de buenos deseos (¡ingenuidad la mía!) me estiré la flamante chaqueta negra y me miré al espejo para admirar el imponente reflejo que me devolvía. Lleno de orgullo observé detenidamente mi poblado bigote negro, el impecable uniforme, los brillantes zapatos y la gorra de aspecto oficial que tan cuidadosamente me había calado. Sonreí con satisfacción: era la imagen perfecta de un revisor de tranvía inglés. Cierto que el bigote era artificial, pues no había tenido tiempo de dejarme crecer uno auténtico. De todas formas, había merecido la pena: un buen revisor debía tener un abundante y engomado bigote.

Tras ensayar algunos gestos y ademanes que podrían resultarme útiles para manifestar un carácter formal y eficiente, desayuné en un segundo, volví a repasar mi imagen en el espejo y salí de casa con ganas de comerme el mundo. Tras recorrer algunas calles con paso firme y la cabeza alta, me di cuenta de que, con la emoción, me había olvidado las llaves en casa. Hecho un manojo de nervios y maldiciendo mi mala suerte, regresé a toda prisa y volví a emprender el camino, esta vez a la carrera, para no llegar tarde en mi primera jornada.

El antiguo revisor, un hombre seco y antipático, me escupió unas escuetas instrucciones con las que parecía estar deseándome una muerte lenta y dolorosa. Cuando ya estaba a punto de marcharse y yo de soltar un suspiro de alivio, me amenazó con echarme del trabajo al menor fallo que cometiese. Al ver esos ojos furibundos, mi suspiro de alivio cedió el paso a la promesa, casi inaudible, de que no le defraudaría.

Mis pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos por la súbita llegada de los primeros pasajeros. Casi sin darme tiempo a reponerme, una masa de gente se abalanzó sobre mí. Conseguí que entraran ordenadamente y para mi decepción nadie echó cuenta de aspecto impoluto, salvo un mocoso indiscreto que, en el colmo de la impertinencia, me interrogó acerca de la dudosa autenticidad de mi bigote, a lo que tuve que responderle, haciendo acopio de la poca dignidad que me restaba, que no era asunto de su incumbencia.

Las horas pasaban con dolorosa y exasperante lentitud mientras me esforzaba por mantener la cordura y acallar el bramido de frustración que pugnaba por salir de mis labios. Lo peor no eran los apretones asfixiantes a los que era sometido entre parada y parada, sino que lo peor llegaba precisamente en cada parada. Solo existía una puerta estrecha que hacía las veces de entrada y de salida. Cada vez que el tranvía se detenía, tenía lugar la misma escena: los de dentro luchaban por salir y los de fuera por entrar. Desde luego, este caos no guardaba relación alguna con la idílica imagen de una ordenada fila inglesa.

Y allí estaba yo, aturdido, la cabeza convertida en un frenético torbellino. Cuando pensé que me estaba volviendo loco, mi mirada se tropezó con la de una joven madre que estaba escuchando a una anciana. Tras mirarme durante un breve instante con curiosidad, me invitó por señas a que me acercara, lo cual logré tras abrirme paso entre espaldas bien prietas. Una vez junto a ella, me preguntó por la causa de mi angustia. Al contemplar su rostro atento e interesado, le conté la verdad de mi historia. Mientras las palabras se desbordaban, noté que me producía una agradable sensación de consuelo y de paz.

Cuando terminé de hablar, ella se quedó un instante reflexionando. Poco después me dijo que era muy afortunado al tener un jefe tan estricto, pues me despediría y yo quedaría libre de tan nocivo empleo. Me dejó asombrado. Luego, una sonrisa de éxtasis se reflejó en mi rostro, pues comprendí que aquella mujer tenía razón: quizás estos fueran mis últimos instantes de sufrimiento. Le agradecí todo lo que había hecho por mí. Su hijo mayor, un chavalillo en cuya gorra estaba bordada la bandera de Gran Bretaña, observó sin comprender la imagen del revisor feliz ante la perspectiva de perder su empleo. Entre los cuatro: la anciana, la madre, el niño y yo pusimos en práctica un plan para que mi jefe me despidiera de inmediato.

Hicimos que los pasajeros creyesen que tenían que quejarse de algo: les convencieron de que yo era una nulidad como revisor y de que semejante incompetencia era inadmisible. Ni que decir tiene que nuestro plan cosechó un éxito rotundo: casi me echan a patadas de la vagoneta. Aplaqué sus comprensibles sentimientos de indignación al prometerles que dimitiría al día siguiente. Una vez el tranvía se quedó vacío, mi equipo de despido y yo nos echamos a reír a mandíbula batiente. Les di las gracias por todo y nos marchamos cada uno por nuestro lado tras haber acordado el reunirnos de nuevo para celebrar mi regreso al desempleo.

-Me he dado cuenta de que este trabajo no es para mí.

Frente a mí, mi eternamente malhumorado jefe me escrutaba el rostro, en el que yo me esforzaba por reflejar tristeza cuando, en realidad, estaba casi delirando de felicidad.

Me lanzó una nueva mirada asesina antes de mascullar con evidente satisfacción:

-Está usted despedido. Devuélvame el uniforme y lárguese.

-Siento haberle defraudado, señor –hablé al entregarle aquella asquerosa levita y la aún más odiada gorra.

Aquel hombre antipático me dio la espalda sin dignarse a dirigirme una sola mirada más. Con su marcha sentí que aquel era el verdadero final de mi pesadilla.