XIV Edición

Curso 2017 - 2018

Alejandro Quintana

Root beer

Claudia Regojo, 17 años 

 Colegio Grazalema (El Puerto de Santa María) 

—Y bien, ¿piensas contestar a mi pregunta?

De pronto, Laura se dio cuenta de que se había quedado pasmada, absorta en un viejo interrogante para el que no sabía si hallaría respuesta. Volvió la vista a su joven interlocutor y le dedicó una sonrisa sincera. Luego ladeó la cabeza y, recordando la sabiduría popular gallega heredada de su padre, le contestó:

—¿A qué te refieres?

El joven bajó la vista un instante para mirarse las manos, entrelazadas sobre la madera oscura de aquel pub londoniense. Sus palabras fueron perfecto reflejo de la sencillez de su gesto.

—No sé… Supongo que al lugar donde naciste, en donde te criaste y está tu familia… Tu sabes dónde es «casa» para ti.

Debió percatarse de un breve estado de pánico en los ojos de Laura, porque hizo ademán de desistir en su causa. Cuando iba a abrir la boca de nuevo, para recurrir a un tópico de conversación (el tiempo en Londres), la chica habló:

—La respuesta varía según quién pregunte. Como extraño que has sido, te contestaría que nací en Madrid, que soy de la capital en la que irónicamente nunca he residido durante más de un par de semanas en verano.

Se detuvo en su explicación para estirarse la minifalda vaquera y darle un trago a su jarra fría de eso que llaman root beer. Luego prosiguió.

—Como amigo que eres te diría que soy ciudadana del mundo. Viví en Argentina los mejores años de mi infancia; me crié a lomos de un caballo pampeano, recitando coplas de Martín Fierro con la misma soltura con que volaban mis cabellos al viento de un galope corto. Me percaté de la aparición de mi primer grano en los espejos iluminados de un centro comercial en Pensilvania. Regresé a España justo a tiempo para incorporarme a un botellón juvenil en uno de los pueblos de la costa del sur. Desde entonces, donde quiera que vaya, me acompaña el azul grisáceo del mar en un día de tormenta. Y ahora vivo aquí, en esta ciudad que se llena de mares en miniatura cada vez que llueve.

El joven camarero, que era el único amigo de Laura que hablaba español en aquel lado del Támesis, soltó una sonrisa picaresca.

—No es por nada, pero sigues sin contestarme. ¿Qué respondes cuando eres tú quien te formula la pregunta?

Al cruzar su mirada con la de la la chica, pensó que ella tenía miedo a la respuesta. Entonces la observó con cariño y una cierta preocupación, y las palabras salieron despacio pero seguras:

—Piensa en un árbol que crece en una maceta. Según gana altura, sus raíces se alargan y retuercen hasta dibujar perfectamente el contorno de las paredes que las confinan. Pero llegará un día en que el arbol necesitará más tierra, que lo planten en el suelo. De lo contrario, acabará por romper el tiesto —le sonrió—. De igual modo tú, Laura, necesitas darte la oportunidad de extender tus raíces. Hoy estás en un pub que hace esquina con Chestnut Hill. Ahora existes dentro de estas cuatro paredes, pero, ¿quién sabe dónde estarás dentro de media hora?... No tengas miedo a enraizarte, a pertenecer al aquí y al ahora. Déjate querer por quienes conoces; haz amigos donde vayas, aunque eso signifique dejar atrás pedacitos de ti. Es decir, aprovecha como si fueras a quedarte donde estás para siempre —a ambos les brillaban los ojos a causa de una intensa emoción—. Todos tenemos dos opciones, Laura: o hundimos nuestras raíces en el presente, para ser de allí donde nos quieren, o nos quedamos en la maceta por miedo a las despedidas, para acabar sin ser de ninguna parte.

Mientras el joven, antes de cerrar el bar, recogía los últimos vasos abandonados en la barra, Laura terminó su bebida. En cuanto se limpió los labios le dio por preguntarle a Google la traducción de root beer. «Cerveza de raíces», decía el diccionario. Después, sonrió.