VII Edición

Curso 2010 - 2011

Alejandro Quintana

Sevilla, una cuidad
para comérsela

Rocío Fernández Soler, 17 años

                 Centro Albaydar (Sevilla)  

¿Y a que sabe Sevilla?... Sevilla sabe a tortilla de la Judería, a montadito de solomillo del Patio de San Eloy, a adobito de la freiduría de la Puerta la Carne, a Cortaditos del Horno de San Buenaventura, a dulces de las monjas del convento de San Leandro, a la tapa de jamón acompañada de una buena cerveza, a chocolate con churros de Virgen de Luján alguna mañana de Feria.

Sevilla es un remolino de colores en primavera, un revuelo de lunares en contraste con el arenal. Salpicados de tinta están los balcones del barrio de Santa Cruz, con sus geranios a los que no les cabe una flor más. Claveles ensangrentados en la solapa del sevillano engalanado, que espera a su gitana -como novio esperando en el altar- bajo la portada de la feria. Y blancas las flores de los magnolios del parque de María Luisa, que por única vez en el año se dignan a asomarse, las presumidas... Sevilla es verde Esperanza, como las esmeraldas de nuestra Macarena. Y un arco iris los azulejos con los que tropiezas en cada esquina, por sorpresa, como niño que descubre caramelos en un cajón que nunca había abierto pero que siempre ha estado allí.

Hay un día en el que la ciudad se viste de luto, se llena de mantillas y se adorna con sus mejores encajes. Con su negrura acompaña a la dolorosa Virgen, paño que empapa las lágrimas de Nuestra Madre. Y es que el Jueves Santo consuela su dolor al compás de los tambores marineros. Porque Sevilla no sólo sabe, sino que también suena.

¿Y qué se oye en Sevilla? Sevilla suena a los chapoteos de las palomas en la fuente, a las campanas de la catedral anunciando un nuevo día, a la pausada caída del agua en una placita escondida allá por la Gavidia, al rasgueo de la cuerdas de una guitarra en un patio, acompañado de algún “quejío”. Sevilla suena a coros de campanilleros en Sierpes bajo las luces navideñas, a una pausada saeta al Cristo del Gran Poder que mece su túnica, al repiqueteo de los cascos de los caballos en los adoquines de la catedral, por donde los cocheros pasean como antaño. Y es que en Sevilla no pasa el tiempo.

En Sevilla las horas se detuvieron hace siglos y el tiempo ya no corre. Estaba el tiempo paseando con su sombrero y su bastón por la calle Mateos Gago, y al llegar al final se quedo prendado de una señora, ¡la más guapa que había visto nunca! Y el tiempo, caballeroso, la dejó pasar delante y así se quedó, mirándola extasiado. Y allí sigue la Giralda, orgullosa dama que le gusta que la miren.

En Sevilla se nota la brisa de río acariciándote la cara y la suavidad del azahar que aflora tímidamente. También se nota el temblor en el Puente de Triana al pasar su Esperanza; el corazón se acelera latiendo al compás de los tambores. Notarás, quizás, húmeda la cara; no te asustes, en la Semana Santa sevillana no son extrañas las lágrimas.

En Sevilla se aprende lo que es el arte ¿Quién, con sus manos, puede esculpir el rostro de la Madre de Dios? ¿Quién tallar las llagadas manos de nuestro Señor del Cachorro? ¿Quién dio forma a las cúpulas de la catedral? O los ángeles o los sevillanos. Porque esta ciudad es cuna de Murillo y está mecida por los versos de Machado: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, / y un huerto claro donde madura el limonero”.

Sevilla no es una ciudad cualquiera. Es una urbe buena, con sus rincones y su arte, con su gente y su simpatía, sus pintores y sus poetas, con su imaginería y sus palomas. Y su Giralda, sus costumbres y tradiciones. Su tiempo caballeroso y su sol de primavera.