XVI Edición

Curso 2019 - 2020

Alejandro Quintana

Soluciones mágicas 

Ignacio López Martín, 14 años 

                 Colegio Mulhacén (Granada)  

José era un gran aficionado a la magia. Había comprobado que despertaba la admiración de muchas personas, que se sorprendían con sus trucos. Por las mañanas se daba un paseo por la ciudad y disfrutaba de un desayuno en un café, Mantequilla y Mermelada, donde había ganado parte de su fama como prestidigitador. 

Una mañana de enero tomó asiento en su mesa preferida, frente a la estufa. David, el dueño, le atendió con familiaridad.

—Muy buenos días, José.

—Sí que lo son —respondió—. Hermoso amanecer el de hoy.

—¡Y que lo digas! ¿Lo de siempre?

—Sí. Pero la leche del café sin lactosa, por favor. No querrás matarme de alergia, ¿verdad?

—Mientras no lo hagas tú con alguno de tus trucos, haya paz.

José agarró un periódico y comenzó a leerlo. Entonces se abrió la puerta del local y una helada brisa se adueñó del calor interior. El mago, que sintió un escalofrío, alzó la mirada por encima del diario para observar a la persona que acababa de entrar. Era un niño rubio, de baja estatura, de no más de ocho años, que no iba acompañado, lo que a José le pareció singular. Se acercó al pequeño, que se acababa de acercarse a una mesa junto a la ventana, y le preguntó:

—¿Qué tal, muchacho?

El niño no pronunció una sola palabra. Se giró sobre los talones y caminó hacia otra mesa. José no quiso agobiarlo y regresó a su sitio, a la espera del desayuno. Minutos más tarde uno de los camareros llegó con él.

—Gracias —dijo el mago—. Por casualidad, no conocerá a ese niño de allí, ¿verdad?

—Lleva unos días viniendo aquí por las tardes, pero no habla con nadie, a pesar de nuestros esfuerzos. Hay quien dice que llegó a la ciudad hace unos meses, pero desconocen si tiene familia. La otra noche, mientras yo terminaba de limpiar el local, escuché unos estruendos procedentes del exterior. Me asomé a la calle para observar qué estaba ocurriendo y quedé impactado: ese mismo niño se encontraba junto a la puerta del café junto a un hombre de mediana edad que le regañaba con violencia. Un impulso me animó a intervenir, pero pensé que el chico habría hecho algo grave y quizás aquella reprimenda, por muy cruel que fuera, era por su bien.

—Gracias por la información. Intentaré hablar con él.

—Ha sido un placer, pero quiero que sepa que otros ya han intentado hacerlo. Es un caso imposible.

—Soy mago. Para mí nada es imposible. 

José se acercó al pequeño.

—Bueno, me he informado. Sé que tienes algunos problemas y no quieres hablar. Bien, no te obligaré a hacerlo. 

José sacó una baraja de su bolsillo y se la mostró.

—Aunque no vas a hablar, quizá seas capaz de decirme “¡ese!” cuando te muestren los naipes, ¿verdad?

El niño observó el mazo de cartas con curiosidad pero sin abrir la boca.

—Lo suponía. Vale… pero, al menos toma una carta y memorízala.

Después de barajarlos, el mago abrió los naipes en abanico, al tiempo que volvía la cabeza para no ver la decisión del chico. Enseguida notó cómo, suavemente, este retiraba una de las cartas. Una vez la memorizó, la devolvió a la baraja.

—Perfecto, la tienes en mente, ¿verdad?—inquirió José—. Entonces vamos a mezclar muy bien las cartas y te las voy a mostrar de nuevo. Necesito que me digas si ves la tuya.

El pequeño observó cautelosamente el nuevo abanico que acababa de formar el mago con las cartas. Sus ojos lo recorrieron de izquierda a derecha numerosas veces hasta que, finalmente, frunciendo el entrecejo, dijo:

—No está.

Los clientes y camareros allí presentes miraron a José y al niño con sorpresa. Era la primera vez que habían escuchado su voz.

—¿Cómo que no está?—el mago pareció alterado—. Tiene que estar… Tú mismo la has introducido.

El niño se llevó una mano a la boca y comenzó a reír por lo bajo.

—Bueno, tampoco es un problema —dijo José—, porque todo mago tiene sus recursos. ¿Podrías mirar en tu bolsillo, chaval?

El niño empalideció al sacar de su chaqueta el naipe con dos dedos. 

—¡No es posible! —exclamó.

—Para mí, nada es imposible —enunció José con orgullo—. Dime, ¿cómo te llamas?

—Houdini. Harry Houdini. 

—Bien Harry. Ten, toma esta baraja; es para ti. Te ayudará a escapar de los malos momentos y hará tu vida más... mágica. 

El pequeño sostuvo el mazo con cautela. Inseguro ante lo que acababa de suceder.

—Muchas gracias —dijo con timidez.

—No tienes por qué dármelas. Estoy seguro de que con algunos trucos lograrás grandes cosas en tu vida.

Tras un breve silencio, el crío abandonó el local con paso alegre. José volvió a su mesa, satisfecho por haberle devuelto la felicidad.