VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Subir a un tren

Pilar Martínez, 13 años

                 Colegio Montespiño (La Coruña)  

El viaje iba a ser difícil; lo sabía. Sin embargo, tenía unas ganas irrefrenables de ir a la estación y coger el primer tren hacia Bilbao. Podría decirse que, en aquel momento, el futuro estaba en mis manos. Mientras manoseaba aquel billete, decidía si volverme a casar o vivir sola el resto de mis días.

Desde que mi marido falleció en un viaje de negocios, no me lo había vuelto a plantear. Pero ahora se presentaba una oportunidad de cambiar mi vida tristona y solitaria por otra más alegre y con dinero. Había aprendido lo dura que es la soledad y que se deben aprovechar todas las oportunidades.

Estaba casi segura de que, al verme de nuevo, se enamoraría locamente de mí, como la última vez que nos vimos. Le diría que pasaba por Bilbao de casualidad y que se me había ocurrido ir a visitarle. Él insistiría en que me alojara en su casa, pero yo debía negarme y decirle que prefería un hotel donde podría ir a visitarme cuanto quisiera. De ese modo caería en mi trampa.

Por otra parte, se me hacía extraño olvidarlo todo para comenzar de nuevo. Aunque no tuviera hijos, disfrutaba de la compañía de algún familiar y amigos en mi tierra. Era duro, ya lo creo, pero lo mejor era no planteárselo; hacerlo sin pensar. De ese modo podría poner como excusa que me había dejado llevar por la intuición.

Me erguí, tomé el abrigo, el equipaje y me marché de casa. No quise llamar a un taxi pues, de ese modo, no podría disfrutar de los pocos momentos que me quedaban antes de abandonar mi queridísima ciudad.

Una vez en el andén, no tenía más opciones que subir al tren y olvidarme de todo... O también podía quedarme en tierra y continuar mi monótona vida de mujer viuda.

Cuando me hube decidido, agarré con nerviosismo el asa de mi maleta y eché a andar, dejando atrás, no sin esfuerzo, todo mi pasado.

Me subí al vagón y me senté en uno de los asientos. Consulté mi reloj de pulsera y comprobé que aún faltaban diez minutos para abandonar la estación y emprender el largo camino.

Empecé a notar un nerviosismo que me consumía. Tenía el estomago revuelto y no era capaz de articular palabra. Después llegaron los remordimientos. Intentaba poner fin a esta tortura ocupando mi mente con pensamientos alegres, pero no podía. Respiraba entrecortadamente. Cada vez se me hacía más insoportable mi estancia en el compartimento.

El Jefe de estación dio los últimos avisos a los viajeros que todavía no se habían subido al tren. Fue entonces cuando reaccioné. Recogí mi equipaje con premura, avancé por el estrecho pasillo hasta la puerta y bajé con prisa las escaleras.

Sosteniendo mi maleta en una mano y el abrigo en la otra, me dirigí a un banco en el que me senté. Comencé a pensar qué desdichada hubiera sido de haber arrancado el tren.