I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Últimas noches con Bach

Adela Solís García, 17 años

                 Colegio Montealto, Mirasierra (Madrid)  

     Sebastián Bach era un buen hombre y no era músico.

     Le conocí en unas circunstancias no muy deseables de mi vida, pero aun así, guardo un maravilloso recuerdo de él.

     -¡Ay, Sebastián! ¡Qué gran alma tiene!

     -No, Mercedes. Usted, que me mira con buenos ojos.

     Y sonreía, sin decir más.

     El hospital San Juan era de color azul por fuera y por dentro. Yo lo veía triste tanto del derecho como del revés, aunque fuese azul.

     No serían aún las tres de la mañana, cuando aparcamos en la puerta de urgencias. Mi marido había cogido una neumonía, más grave que otras veces. En la ambulancia, José me apretaba la mano, sin poder respirar, hasta hacerme daño. Estaba muy asustado.

     -¡Rápido! ¡Se nos va!

     Y yo trataba de arrinconarme, sin soltarle, para no entorpecer el trabajo de aquellos muchachos, en cuyas manos estaba la vida o la muerte de José, y la mía con la suya.

     En urgencias no quedaban camas disponibles. Cuando su corazón latió de nuevo y, con suma dificultad, pudo respirar, los médicos de guardia decidieron subirle a planta. José, empapado en sudor, se había quedado dormido.

     Al llegar a la habitación 256, las enfermeras encendieron la luz, movieron mantas, sábanas, recostaron a José y se fueron con prisa. Entre aquella barahúnda, Sebastián se despertó.

     -Buenas noches. Cómo siento todo este barullo –me disculpé-. Soy Mercedes.

     -No tiene importancia. Queda poco más de una hora para que la enfermera pase a tomarme la temperatura. Una hora nada más. Me llamo Sebastián.

     -Vuelva a dormirse, Sebastián. Si necesita algo, pídamelo.

     -Gracias. Descanse algo usted también.

     Qué impresión tan grande fue toparme con el anciano Sebastián. Me recordó a un hueso de aceituna, pero con dos ojos enormes, marrones, que adornaban su presencia macilenta.

     Cuando pienso en él, veo su gesto amable y su eterna sonrisa. Debía tener unos setenta y pocos años y mil arrugas, todas hacia arriba. Estaba muy enfermo; esclerosis múltiple. Apenas era un bulto alargado y descarnado bajo las sábanas. Padecía dolores insoportables, pero nunca se quejó. Sólo suspiraba de vez en vez, mirando el reloj de la mesilla.

     -¡Madre mía! Qué ganas tengo de ver a mi Gloria. Estará a puntito de llegar. Es que mi Gloria es un ángel del cielo. Sale de la panadería y viene en autobús hasta aquí por estar conmigo un ratito. Con lo que trabaja…

     Y Gloria se sentaba a su lado todas las tardes, hasta casi las diez de la noche. Algunos días, cuando Sebastián tenía fuerzas, daba paseos cortos en silla de ruedas. Gloria empujaba del carricoche y yo les oía desde la habitación, hablar y reír. Parecían muy felices.

     José permaneció ingresado en San Juan más de veinte días. No me moví de su lado. Tenía miedo de perderle y quedarme sin nada, vacía. Mi marido tenía alzheimer. Su falta de memoria, unida a su apatía, no facilitaban que superase la crisis respiratoria. Él no ponía nada de su parte. Además, estaba desorientado. Ya no sabía con exactitud quién era yo. Creo que se agarraba a mí con aquella fuerza porque me veía como un refugio, un muro. Al menos, así, de mi mano, no lloraba.

     Yo le decía muchas veces que le quería, le daba besos y le acariciaba su calva infinita. Su mirada, fija en la nada, en su nada, no se tornaba a mí, pero yo sabía que me escuchaba, que me sentía.

     A veces envidiaba a nuestros compañeros. Sólo a veces. Entonces me ponía a recordar tantos instantes en los que José me había mirado, diciéndome cosas hermosas. Deseaba con todas mis fuerzas volver al pasado, sólo para decirle que le necesitaba, que le adoraba, que no le abandonaría nunca, que estaba dentro de él, que yo era parte de él.

     Por las noches, mientras dormía, todo el cansancio acumulado, la preocupación y la nostalgia se me echaban encima. Mi cuerpo mustio no resistía en pie. Me desplomaba sobre un asiento duro e incómodo, y permanecía inmóvil, sin dormir, encajonada entre mis pensamientos. No lloraba. No podía llorar. En el espejo veía una mujer desconocida, pálida, muerta por dentro, infranqueable.

     Sebastián me miraba sin decir nada. Cuando yo le encaraba con mis ojos, sonreía. Su sonrisa muda, que lo decía todo, llegaba a tranquilizarme.

     Nos hicimos muy amigos. Las horas pasan lentas entre cuatro paredes que encierran tanto dolor. Hablábamos de nuestros recuerdos, nos contábamos cosas sublimes, alegres. Soñábamos en alto y nos reíamos en bajo, para no despertar a José.

     De pronto se callaba y giraba la cabeza hacia la ventana, mirando el cielo. A la tercera vez, supe que era por aquellos dichosos dolores, que no le dejaban siquiera hablar.

     Sebastián hablaba poco, pero recuerdo cada palabra suya con acentos.

     -Mercedes, Dios está en todo y en todos. Usted está llena de Él. Yo mismo, que sé que me quedan semanas de vida, le espero como a un amigo. No se desplome, mire siempre hacia arriba, a lo azul. En el fondo, aquí, entre esta pintura, es más fácil creerse junto a Él.

     Un día, aquellas noches se terminaron. Dejamos a José bajo sus sábanas, como cuando llegamos. Qué impredecible dolor me oprimía el pecho. Entonces no supe lo que era. Ahora sé que se trataba de la huella del afecto, del cariño, que Sebastián sembró en mi alma. Esa última noche, lloré.

     -Sebastián, no sé que decir, cómo darle las gracias y despedirme.

     -Adiós, Mercedes. Basta con eso.

     Y sonreía.

     A menudo me pregunto qué será de Sebastián, de su sonrisa; cuál es el lugar donde quedan las almas como la suya; por dónde pasea la vida que guardaba aquel hombre bajo su apariencia marchita.

     Nunca he sabido su apellido, ni si era músico o no. Pero hace tiempo decidí que aquel anciano era Sebastián Bach, e intuyo que sé por qué. Y Dios también.