III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Último día

Irene Tor Carroggio, 15 años

                 Colegio Canigó (Barcelona)  

    Un día me desperté y me dijeron que iba a ser el último día de mi vida, que me despidiese, que llorase, que te diese besos y te abrazase, que mañana ya no podría hacerlo. Así que no lloré, ni te besé ni te abracé. Cogí la puerta, me fui y me dije: ¿Y hoy, qué hago? Y al no hallar respuesta, eché a andar por calles que conocía demasiado bien.

    Pasé por delante de mi antiguo colegio y recordé aquellos viernes en los que Rubén me esperaba montado en su moto y las miradas y susurros de mis envidiosas amigas. ¡Qué recuerdos! Llegué a la panadería de la esquina, aquella donde la abuela Carmen me compraba unos churros que ya no he vuelto a probar desde entonces, porque…, hay que vigilar la dieta. Pero, ¡qué digo!, si hoy es mi último día en la Tierra. ¿Y, por qué no? Entré y me compré una docena de churros a los que acompañé con una suculenta taza de chocolate caliente.

    Salí y me senté a la sombra del primer árbol que vi, mirando a los chiquillos jugar, correr, saltar... ¿Qué hora era? ¡Las seis! ¿Qué dirá el jefe? Supongo que Mario podrá sustituirme, aunque… ¡qué más da! Nunca más tendré que soportar sus chistes malos ni su mal humor. No tengo prisa, puedo quedarme aquí hasta que quiera.

    Eché a andar de nuevo y, mientras caminaba, me detuve dos veces, una para comprar pan y otra para echárselo a las palomas junto a unos jubilados, porque ya no me importaba lo que dijesen los demás. Aquel era mi día.

    Me apeteció tumbarme sobre la hierba de un parque y me quedé dormida, hasta que me despertó un caniche curioso. Me levanté y no me importó estar despeinada y con la parte trasera de los pantalones manchada de verdín. ¿Para qué molestarse?

    Cogí el metro y me bajé en la última estación. Al salir, me paré a escuchar a uno de esos músicos solitarios. Le acompañé durante una hora por calles poco transitadas. Cantamos, bailamos y nos miraron mal, como si estuviésemos ebrios o locos. Pero nosotros les devolvíamos las miradas y les decíamos: “Y vosotros, ¿Qué miráis?” y nos reíamos.

    Cuando sentí los pies cansados de tanto bailar, me despedí y le prometí una guitarra de plata y un concierto en el cielo.

    Me encontré a una amiga, pero no me apetecía saludarla y no la saludé. Guiñé el ojo a su hijo; no es mal chico…

    Sentí frío y me dirigí a una tienda de ropa, en donde me compré un abrigo, un pantalón, una falda y un bolso. El dependiente me recordó a un conocido presentador de televisión, aunque su nariz era un poco más afilada y se lo dije. Se rió, pagué y me fui.

    Entré en una perfumería y me eché los perfumes más caros. Me permití sentirme como una princesa. Cerré los ojos y salí a la calle de nuevo. Me crucé con un chico y me gustó su camisa. Le detuve y se lo dije. Me invitó a una copa y yo a él a dejarme en paz.

    Se hizo tarde. Tenía hambre, así que llamé a mi madre y nos fuimos a cenar una hamburguesa y un helado. Y después fuimos a casa. Me dormí abrazada a ella en el sofá, pero antes de cerrar los ojos me despedí de este mundo y di la bienvenida al nuevo. Para darle un toque más dramático pensé pronunciar esa famosa frase de “adiós, mundo cruel”. Pero no pude. Al fin y al cabo, lo que ahora me espera no debe de estar tan mal.