X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Un campo para concentrarse

Clara Matarrodona, 14 años

                  Colegio La Vall (Barcelona)  

Corro, corro y corro. Me canso, pero no hay tiempo para paradas. Mi corazón está a punto de estallar y mi respiración se acelera. Una gota de sudor que cae sobre mi perfil derecho me hace cosquillas y sonrío, pensando que puede que sea la última vez que lo haga e intento memorizar esa sensación. Mi única meta es huir. La pregunta es: ¿hacia dónde? Ahora mismo me da igual. Por el momento, me limito a seguir moviendo mis piernas lo más rápido que puedo. Mientras tanto, el jersey de lana me irrita y enrojece la barriga.

Una irreparable carrera en mis medias surge de debajo del talón izquierdo y se va prolongando al tiempo que avanzo. Ya hace rato que he dejado atrás mis bailarinas que, por mucho que lleven un lacito, duelen como si fuesen de hierro. La falda se me va deshilachando durante la fuga, por lo que dejo cierto rastro que podría delatar mi dirección, pero mi instinto me dice que esa cuita, por ahora, es prescindible para mi supervivencia.

La pinza que me había puesto mamá en el pelo se me cae por el camino junto con la esperanza de volver a verla. Ahora he cambiado la sonrisa por una gota, por lo que ya tengo dos gotas que caen: una de la frente y la otra del lagrimal.

Mientras avanzo voy dejando atrás los llantos y el caos. Después de un tiempo que se me ha hecho eterno, por fin descanso. Solo oigo el silbido del viento, las cosquillas de los árboles y mi exagerado intento para recuperar el aliento. Pasados unos minutos siento un crugir de hojas a mi espalda. Doy media vuelta y me encuentro a otro niño malherido como yo, con los mismos ojos hambrientos y los mismos labios secos. Debe tener unos diez años, dos menos que yo. Veo que tenemos varias cosas en común aparte del hambre y la sed: curiosidad, necesidad de compañía y de una religión. Sin decir palabra, por un impulso casi instintivo, nos vamos acercando el uno al otro. Hasta que la distancia entre los dos se reduce a un par de metros.

-Hola.

-Hola –le respondí con voz insegura.

Espero que me responda, pero conversación ha terminado.

Nos ponemos manos a la obra. Los dos sabemos que no hay tiempo que perder y reemprendemos la marcha. No hacemos ningún esfuerzo de cortesía, ni siquiera nos regalamos una forzada sonrisa, simplemente distraemos y aligeramos nuestros pensamientos.

-¿De dónde vienes? –le pregunté.

-De por ahí -dijo mientras movía su dedo en todas las direcciones y hacía una mueca con su cara llena de pecas.

-Entiendo –añadí, mirándole a los ojos con una risita.

Sus pecas se volvieron rojas.

-¿Qué quieres ser de mayor? –inquirió con un intento por cambiar de tema.

-Donde nací las mujeres no podemos hacernos muchas ilusiones. Pero llevo mucho tiempo queriendo hacer algo.

-¿De qué se trata, si se puede saber?

-Te lo diré -se me hacía difícil, pues nunca antes se lo había contado a nadie-. Siempre he querido ir a algún lugar lejano como, por ejemplo, un descampado, un campo o una pradera para gritar mis pensamientos y preocupaciones a los cuatro vientos, chillar, cabriolar, bailar, hacer todas esas cosas alocadas que te pasan por la cabeza y al final se quedan guardadas en el cajón del olvido.

-Es decir –comentó, resumiendo mi pobre explicación-, que quieres volver a abrir el cajón y concentrar todas tus energías en algún lugar como, por ejemplo, ¿un campo?

-Más o menos -respondí satisfecha porque el muchacho me entendía.

Nuestra conversación no llegó mucho más lejos. Como nuestras madres no estaban ahí para llamarnos y decirnos que la cena estaba lista, recogimos alguna planta y calmamos nuestras bocas con el agua de un riachuelo. Después apartamos las hojas caídas y dormimos hasta que volvió a salir el sol.

Por la mañana el muchacho dijo algo que no se me había ocurrido. Con un poco de suerte, en sus palabras podría estar nuestra salvación:

-El río.

-¿Qué pasa con el río?

-Bueno, ¿cómo crees que llega el agua a los pueblos?

Compartimos una cómplice sonrisa y, sin más dilación, seguimos la corriente durante dos días y una noche, cuando al fin encontramos una aldea antes de que cayéramos rendidos.

Me desperté con optimismo, pero la imagen del lugar se había convertido en un entorno de penumbra del que deseé escapar.

<<¿Qué había pasado?>>, era la pregunta que no paraba de resonar en mi cabeza.

Para empezar, iba a gritar el nombre de mi acompañante, aunque nunca me había molestado en preguntárselo. Inesperadamente, hurgando en el bolsillo de mi falda, encontré una nota. Era del muchacho y decía: <<Espero que en este campo sin salida te puedas concentrar al fin>>.