V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

Un golpe del destino

Marta Cabañero, 14 años

                Colegio IALE (Valencia)  

Íbamos hacia casa. Era una tarde fría y, como de costumbre, discutía con mi compañero de trabajo, Jairo.

-¡No puedes ponerle una pomada! –exclamé-. La erupción irá a peor y...

-Pero Raquel, ¿tú qué sabrás, si eres oncóloga y no dermatóloga?

-Los dos hemos estudiado seis años de medicina –le rebatí.

Fue un visto y no visto. El coche que venía de frente derrapó cerca de nosotros y se estrelló contra una farola. Durante el estrépito, conseguí ver cómo el airbag se hinchaba... Deseé con todas mis fuerzas que no fuese demasiado tarde.

Corrí hacia el coche, dispuesta a ayudar a quien lo necesitase. Me acerqué a la ventanilla: la cabeza del hombre reposaba sobre el volante y estaba cubierto de sangre. Sin dudarlo un segundó, rompí la ventanilla y abrí la puerta desde dentro.

-Señor, ¿me oye? –le grité.

No obtuve respuesta. Le busqué el pulso... ¡Tenía! Pero se había clavado un hierro en la pierna. Recé para que la herida no fuese profunda.

-¡Jairo, llama a una ambulancia! Tiene una hemorragia muy grave.

Rasgué como pude el pantalón y limpié su pierna con un trozo de tela.

-No irás a meter los dedos en la herida... –me previno Jairo que, de pronto, apareció a mi lado.

-¿Y qué quieres que haga? Anda, échame una mano.

-Yo no pienso tocarlo. No tengo guantes. Podría transmitirnos una infección.

-Pero, qué… ¿Se puede saber para qué te has hecho médico, entonces? –repliqué.

El herido gimió. Sin dudarlo un segundo más, metí los dedos en la herida y taponé aquella fuente por la que se le escapaba la vida. Al cabo de unos segundos, llegué al extremo del hierro y lo empujé hacia arriba.

-¡Au! –el hierro había rasgado mi piel, pero hice caso omiso y seguí empujando-. ¡Ya! ¡Lo conseguí!

-Raquel, está despierto –susurró Jairo.

Era verdad. El señor miraba mis manos, su herida y luego negaba con los ojos muy abiertos. Así, varias veces.

-¿Se encuentra bien? –pregunté, temiéndome lo peor.

El hombre abrió la boca y trato de hablar:

-Tengo sida –murmuró al tiempo que respiraba afanosamente.

Tras oír aquello, mi mente se me quedó en blanco y mi corazón se olvidó de latir. Sentí la necesidad imperiosa de lavarme las manos, pero era tarde. Mi sangre había entrado en contacto con la suya. La situación era irreversible.

Noté cómo las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Jairo me abrazó.

Pero pronto mi cerebro comenzó a razonar. Había salvado una vida poniendo en peligro la mía. Veía todo desde una nueva perspectiva. En ese momento tuve muy claro que había valido la pena. Lo que me quedara por vivir, lo dedicaría por completo a ayudar a los demás. Me sentí feliz.