VIII Edición

Curso 2011 - 2012

Alejandro Quintana

Un preciado hallazgo

María Bonmatí, 16 años

                 Colegio Altozano (Alicante)  

El sol de agosto se reflejaba en el mar, haciendo del agua una fresca tentación. Ana sentía el calor en la arena. Mientras leía, la removía con los pies buscando algo de frescura. Alzó la cabeza para mirar la playa. La gente estaba amodorrada bajo las sombrillas y nada parecía llamar su atención: ni las gaviotas, ni el oleaje, ni el vendedor ambulante que gritaba su mercancía entre los veraneantes.

Continuó su lectura cuando, de pronto, su pie derecho tocó algo extraño. Asustada, aparto el pie y dejó el libro.

Era un objeto marrón. Lo desenterró con las manos.

<<¡Un corcho!>>, pensó defraudada. Un corcho como cualquier otro, con su forma cilíndrica y los grabados que se entrelazan. Sin embargo, fueron esas marcas las que llamaron su atención: cada línea de tinta se entrelazaba con otras dos que, a su vez, creaban una suerte de cadena.

Unas sombrillas más allá, Ángel abrió los ojos. Se levantó de la toalla mientras daba un gran bostezo, y estiró los brazos.

La tarde avanzaba y el sol ya no caía con tanta fuerza, así que decidió despertarse con un baño.

Ella también se levantó, atraída por el mar brillante, sin darse cuenta de que el corcho se le había caído. Al dirigirse hacia el mar, le dio una patada sin querer, enviándolo a los pies del muchacho, que lo recogió mientras ponía rumbo al agua.

Ángel lo miró extrañado. Algo en el tapón le resultó atractivo: tal vez esos curiosos grabados que creaban formas que despertaron su imaginación. Sonrió, pues era capaz de ver aquellas líneas convertidas en un ave, un pez o un dragón… Volvió a mirarlo: no, aquello sin duda dibujaba un corazón.

El corcho lo dejó tan absorto que no se dio cuenta de que había llegado a la orilla. Se adentró en el mar. Cuando el agua le llegaba a la cintura, una pelota cayó a su lado al tiempo que se le escapaba el corcho a causa de la impresión.

Actuó con rapidez: nadó para alcanzar el tapón que le tenía cautivado.

Ana se mecía al compás de las olas. Agradecía su caricia refrescante. Cerró los ojos y se dejó llevar por el vaivén caprichoso de la marea. Era la primera vez del día que lograba relajarse. Sumida en ese estado pasivo, se le fue el santo al cielo. Cuando recuperó la conciencia de la realidad, no sabía cuánto llevaba a la deriva. Eso sí, descubrió un pequeño objeto flotante.

<<No puede ser>>, se estremeció. Era un tapón como el que se había encontrado antes, enterrado en la arena. Los mismos dibujos, la misma forma… Tenía que ser el mismo.

Lo apretó en la mano y volvió a dejarse flotar.

Mientras tanto, Ángel nadaba sin rumbo, dejando a la izquierda la orilla y a la derecha un mar sin fin. Un, dos, tres, respiración. Un, dos, tres, respiración... Con brazadas fuertes y largas que le impulsaban, la mente de Ángel se concentraba en el tapón: brazada..., lo había perdido; brazada..., era bonito; brazada..., ¿lo volvería a encontrar?; respiración.

Se cansó de nadar y de pensar. Decidió volver a la arena. Sólo tenía que regresar a la orilla para, una vez allí, caminar hasta su sombrilla. Poco a poco fue avanzando por el agua, cruzándose con algunas personas a quienes no prestó atención, hasta que vio su tapón en las manos de una chica.

Se acercó a ella, para reclamarlo, pero el rostro de aquella muchacha le hacía olvidar momentáneamente aquel objeto, por su sonrisa, por sus ojos. Cuando la tuvo a su lado, sólo quería saber de ella.

Ana levantó la vista. ¿Aquel chico le miraba a ella? Eso le parecía. Sonrió tímida y él le respondió con otra sonrisa. Lo miró a los ojos y soltó el corcho que sostenía en la mano.

Un tapón de corcho se fue alejando por la superficie del mar, mientras Ángel y Ana tejían un lazo invisible, el de su más preciado hallazgo.