XIII Edición

Curso 2016 - 2017

Alejandro Quintana

Un ramo de rosas blancas

Ana Badía, 17 años

                  Colegio Grazalema (El Puerto de Santamaría)  

Medio a oscuras, Rocío recorrió las calles del pequeño pueblo hasta la floristería. Era invierno y el sol se ponía temprano. Las farolas de las calles aún no estaban encendidas, y en el cielo la luna era menguante. Por la humedad del ambiente, el frío se calaba hasta los huesos de la joven, que aligeró el paso para llegar cuanto antes al local de su padre.

—Hola, preciosa —la saludó al verla entrar, mientras finalizaba la confección de un ramo—. ¿Qué tal te fue el colegio?

Roció atravesó la coqueta tienda hasta el mostrador. El local estaba lleno de flores blancas, anaranjadas, violetas… y otras de un primoroso fucsia. Además de hacerse muy agradables a la vista, las flores embriagaban el ambiente de una mezcla de aromas dulces y frescos.

—¿Por qué no le pones este relleno? —se había atrevido a tomar unas hojas de helecho.

—Cómo se nota de quién eres nieta —se rio su padre al aceptar aquella sugerencia.

A sus quince años no había encontrado un lugar más acogedor que aquella tienda. Disfrutaba con las flores cortadas y con las preciosas composiciones en “bouquets”. Además, como sabía tanto acerca de las plantas, en sus ratos libres se ganaba un dinero ayudando y aconsejando a los clientes acerca de cuáles eran las más adecuadas para cada ocasión.

—Las flores rojas representan el amor; las azules, la confianza; las amarillas, la alegría…—les explicaba, siempre con amabilidad.

Aquella tarde, la joven se dispuso a elaborar un ramo un tanto singular, compuesto por rosas blancas que estaban destinadas a una persona a la que quería mucho: su abuelo Aurelio. En cuanto le puso el celofán y un lazo, se despidió de su padre para encaminarse a la residencia. Al llegar llamó al telefonillo.

Rocío subió por las escaleras y recorrió el pasillo hasta la habitación. La puerta del dormitorio estaba abierta y en su interior Aurelio leía el periódico recostado en un sillón. Su expresión era triste: tenía la sonrisa torcida y los ojos caídos.

Entró algo nerviosa, sin saber qué decir. Hacía menos de un año que la abuela había fallecido y desde entonces Aurelio no levantaba cabeza.

—Feliz cumpleaños —le saludó, tendiéndole el ramo.

Los ojos del abuelo brillaron de emoción. Le sorprendió que su nieta hubiese ido a visitarle.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó, tomando las rosas—. Hoy actúa tu grupo de rock favorito.

Él le había enseñado el significado de los colores de las flores cuando aún era una niña. Las rosas blancas representan la generosidad y la entrega. Pero a los ojos de Aurelio, estas se volvieron azules, amarillas, rojas, violetas…

—¡Qué buena eres, Rocío!—. ¿Sabes? En pocos días estas flores perderán su frescura y olor, pero en mí, el recuerdo de este detalle nunca se marchitará. Gracias —se dieron un abrazo—. Oye, que no me has dicho nada… ¿Qué pasa con tu concierto?

—Es tu cumpleaños, abuelo. El grupo volverá a tocar cualquier día, pero si no llego a venir a recogerte, te perderías esa obra de teatro que tantas ganas tienes de ver —le contestó Rocío.

—“La pérgola de las flores”…

—Eso es. He sacado dos entradas en el patio de butacas —se las mostró—. ¡Vamos, arréglate o no llegaremos!

Aurelio la tomó de la cabeza para depositar un beso en su frente.

—Qué orgullosa se sentirá tu abuela desde el Cielo —suspiró.