VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Una mirada inocente

Aloma Riera, 15 años

                 La Vall (Barcelona)  

Son las seis y media de la tarde. Aburrida, contemplo a la gente pasar por la calle. Los adultos caminan ajetreados; no tienen tiempo para detenerse ni tiempo para pensar. Ocupados, recorren a paso rápido las calles del pueblo. No paran bajo ningún concepto, pues “el tiempo es oro” y “cada minuto cuenta”, dicen. Les miro y me cuesta creer que con el estrés que llevan encima aún se acuerden de respirar. Parece que cada paso que dan es crucial y que su vida depende de llegar a tiempo a su cita: el dentista, el trabajo, la novia, lo que sea.

Pero él no. Él se detiene y me saluda con una sonrisa. Esa sonrisa tan suya. Tendrá unos siete años. ¿Su nombre? No lo sé, pero lleva saludándome a diario desde hace unos tres años, desde que me vio por primera vez. Nunca me dice nada; sólo me saluda con la mano, con ese gesto tan característico e internacional que cualquiera puede entender. Ah, niños... ¡Los niños lo hacen todo tan fácil! Les da igual lo que los demás piensen o digan. Siempre son ellos mismos, pues aún no han descubierto qué son los respetos humanos ni qué es la hipocresía. ¡Ojalá nunca lo descubran!

Le devuelvo el saludo y me pregunto qué estará pensando y por qué me saluda. Supongo que para los niños no existen razas, ni estratos sociales ni reglas que te digan cómo debes pensar. Ellos sólo ven personas.

Quién pudiera tener los ojos de un niño para mirar con ese gesto curioso, con los ojos de quién lo ve todo por primera vez. Valorar cada detalle, cada insignificante pormenor. ¡Quién pudiera sentir lo que ellos sienten! Y contemplar las cosas de forma sencilla, sin marearse buscando respuestas imposibles. Mirar a través de unos ojos limpios, sin prejuicios ni malos pensamientos. Sería la mirada de alguien a quien todavía no le han dicho cómo debe pensar ni le han implantado una forma de actuar. ¿No sería todo más fácil?

Va oscureciendo. Observo al niño que, concentrado, construye su castillo en el arenero del parque. Le miro y no puedo evitar la comparación entre su vida y lo que está construyendo. Poco a poco, de la mano de los que le rodean, irá colocando los ladrillos de su vida: su personalidad, sus metas, sus prioridades, sus gustos...

Le miro y, en silencio, pido un deseo para él. Que crezca fuerte y sano, que sepa respetar y ganarse el respeto y que algún día llegue a alcanzar sus metas. Pero, sobre todo, pido que no pierda nunca esa alegría, esa sencillez, esa inocencia.

Su padre le llama. Al oír su nombre, abandona el castillo y echa a correr hacia su progenitor. Inesperadamente, antes de alcanzar su objetivo, se vuelve para despedirse de mí. Me coge desprevenida y no consigo disimular mi sorpresa. Le devuelvo el saludo. Mientras le veo marchar, no puedo evitar sonreír.

¡Quién pudiera ser niño!