IX Edición

Curso 2012 - 2013

Alejandro Quintana

Una paloma blanca

Conchi García González, 14 años

                 Colegio Monaita (Granada)  

Mientras subía la colina, intentaba concentrarse en los pequeños insectos que veía caminar por el suelo. Un paso, otro paso… Luchaba por pensar en cualquier cosa, excepto lo que había ocurrido dos semanas atrás.

Tenía clavada su sonrisa y aquellos ojos oscuros y a la vez luminosos, así como la forma tan graciosa con la que pronunciaba su nombre. No se le olvidaba el día en el que apareció una paloma, blanca como la nieve, en el jardín. Estaba herida en una pata. Consiguieron curarla y cuando estuvo lista para volar, subieron los dos a la colina a la que ahora ella se dirigía y la soltaron. Desde entonces, él repetía que quería ser una paloma blanca cuando fuese mayor.

Cuando los médicos anunciaron que había muerto, su madre se lo tomó mucho peor que ella. Su padre le explicó cómo había ocurrido, pero ella no lloró ni preguntó los detalles. Su padre le dijo que se mudarían en quince días. Y esos quince días ya habían pasado.

Sacudió la cabeza, intentando despejarse. Sus recuerdos le habían jugado una mala pasada, pues de nuevo tenía los ojos cuajados en lágrimas. Se las enjugó y aceleró el paso porque Lucas, su otro hermano, no tardaría en llamarla para avisarle de que se tenían que marchar de aquel lugar para siempre.

Por fin llegó a su destino. No había subido a la colina desde que liberaron a la paloma. Esperaba que al alcanzar la cima, sentiría algo. Sin embargo ese algo no llegó.

Pasó allí alrededor de una hora. Mirando al cielo se preguntó por qué no ocurría nada. Y por qué le había tenido que pasar a él. ¿Por qué no a ella?...

-¡Rose!- le llamó Lucas, sacándola de su ensimismamiento.

-Ya voy -le contestó con voz quebrada.

Entonces se levantó y se fue.

***

-¿Estás bien, Rose? -le preguntó su marido.

Viajaban en coche, camino de un lugar que nunca pensó que volvería a visitar. No le había contado a Juan por qué iban hacia allí; quizás lo hiciera a la vuelta. En ese momento, no se sentía con fuerzas.

-Claro que sí. Solo estoy un poco nerviosa.-le contestó, suavizando su tono de voz.

Minutos después llegaron al pie de la colina. No había cambiado nada en todo el tiempo transcurrido. Había algunas especies de flores que, tal vez, no crecían allí en el pasado.

Sin retrasarse más, empezó a ascender. Esta vez se dirigió a la cima con paso firme, la cabeza alta y la mano de su marido entre la suya. Se sentía segura.

Mucho antes de lo que recordaba, alcanzó la cima. A simple vista, todo seguía igual: los árboles eran los mismos, la tierra era la misma…, pero no las personas que los observaban.

Rose soltó la mano, no sin que antes su esposo se la apretara en señal de ánimo.

Se adentró un poco más entre los árboles y se quedó mirando el cielo.

Entonces comprendió algo que se le escapó a los catorce años…, pero que con cincuenta y cuatro entendía: no necesitaba ninguna señal; sólo necesitaba fe.

Se dio media vuelta con intención de marcharse. Sin embargo, algo la detuvo: en el árbol más cercano había un pequeño nido. Se acercó para verlo mejor. Lo que encontró la dejó sin aliento: una hermosa paloma blanca estaba alimentando a sus polluelos. El ave, al sentirse observada, saltó al borde del nidal. Rose, que no quería asustarla, se acercó cautelosamente. Una de sus patas tenía una pequeña cicatriz. Conteniendo el aliento, acercó una mano a paloma y la acarició. Ésta, lejos de asustarse, ululó de alegría.