VI Edición

Curso 2009 - 2010

Alejandro Quintana

Zapatillas nuevas

María Santaella, 16 años

                  Colegio Sierra Blanca (Málaga)  

Los dos hombres se detuvieron frente al paso de cebra y se estremecieron bajo sus chaquetas por el frío húmedo que llegaba a los huesos. Padre e hijo se miraron mientras esperaban a que el semáforo cambiase de color. El primero con una sonrisa vacilante en los labios, casi nerviosa. El segundo, radiante. El más joven llevaba unos zapatos negros relucientes, posiblemente de alguna firma italiana, sobre los que caía el dobladillo de un pantalón oscuro. El mayor, unas zapatillas de deporte blanquísimas que su hijo había comprado la tarde anterior. Le había advertido de lo cómodo que iba a estar y de la envidia que despertaría entre sus amigos. Aquella mañana, mientras le ataba los cordones antes de salir de casa, había vuelto a insistir en lo agradable que iba a ser pasear con ellas por el pueblo. El padre anunció, por fin, que le parecían, realmente bonitas. Su hijo le abrazó. Le hacía muy feliz que le gustasen.

Año y medio atrás, su madre y su esposa había muerto de un cáncer que llenó el hogar de lágrimas. Su padre se negó a que su hijo velase a su mujer, por lo que pasó muchas noches junto a la cabecera de la cama. Por la mañana, cuando el chico llegaba a la habitación de su madre en el hospital, encontraba a sus padres como les había dejado la noche anterior: él sujetándole la mano a ella, ella con la cabeza de él en su regazo y los dedos enredados en su cabello. Su hijo tiraba a la papelera el ramo de tulipanes que había traído el día anterior, cambiaba el agua del jarrón y sustituía las flores por otras frescas. Entonces se marchaba al trabajo.

La agonía de la mujer fue rápida. Débil como estaba, se había mostrado muy alegre aquellos últimos días, tierna y risueña como antes de enfermar. Murió con un “te quiero” en los labios para su esposo y con la mano en una caricia inacabada sobre la mejilla de su hijo.

El chico apartó a un lado su pena para hacerse cargo de su padre, a quien trasladó a su casa. De un día para otro, aquel hombre volvió a ser un niño pequeño al que había que lavar, alimentar y arropar cuando se iba a dormir. Muchas noches se despertaba de madrugada, atormentado por pesadillas. Su hijo lo acompañaba acariciándole el pelo y susurrándole que no estaba solo, que él estaba allí para ayudarle y quererle, para cualquier cosa que necesitase.

Los meses fueron pasando, con días malos y otros peores. Una tarde, al volver del trabajo, encontró a su padre sentado en la alfombra de la habitación de sus nietos, jugando con ellos. Cuando le descubrió asomado al umbral, le confesó que se sentía mucho mejor. Coincidía con el cumpleaños de su esposa, y aunque estaba triste por no poder celebrarlo con ella, se sentía feliz porque había recordado que… Pero su hijo se dio la vuelta y se fue con lágrimas a su dormitorio. Su mujer se sentó a su lado, sin decir nada.

Y ahora estaban allí, con el frío hiriéndoles la piel, pero felices.

Unas semanas antes había inscrito a su padre a las excursiones para personas mayores. La siguiente sería a un pueblo del norte, en donde podrían pasear por calles tranquilas, pescar en el río o visitar la iglesia. Su padre se mostró indeciso: ¿conocía a alguno de los excursionistas? ¿Sería buena la comida? ¿Podría ver el partido del domingo en la televisión de algún bar?... Le tranquilizó, asegurándole que en el pueblo había una pastelería de fama por sus dulces de chocolate, nata y hojaldre.

El semáforo se puso en verde y cruzaron la calle. Llegaron al autobús.

-Los niños no se olvidarán de mí mientras esté fuera -le confesó su último temor-. Sabes que los niños olvidan rápido y…

Atrajo a su padre hacia sí y lo abrazó. Sonriente, besó a su hijo en la mejilla y subió los cuatro escalones. Pero se detuvo un momento en el último peldaño.

-Probaré esos pastelitos. Si están ricos, compraré una caja para ti.

Se adentró en el autobús y ocupó un asiento junto a la ventana. El hijo recordó que hace unos años era él quien se quedaba en la acera despidiéndole. Ahora era él quien decía adiós con la mano. Su padre se había convertido en un niño nervioso, como si aquel fuese su primer día de clase, feliz con sus zapatillas nuevas.