La peste mundial

La globalización no tiene freno, va arrasándolo todo como una ola cabreada que rompe contra la costa de ese Cantábrico que tan bien conoce Ramón Pérez-Maura, cuya espuma no tiene reparos en llevarse por delante lo que encuentre a su paso, bañistas incluidos. Y aunque resulta tarea quijotesca resistirse a su furia (me refiero a la globalización), estoy empeñado en resistirme, ¡leñe!, porque me niego a ser un alelado que lo mismo podría estar en las playas de Ciudad del Cabo, que en los palacios del reino de Omán, que en los campos de remolachas de la provincia de Zamora o que en el Campo dei Fiori de la Ciudad Eterna. 

La globalización ha achatado el mundo, las conciencias y las cabezas. Viajar para conocer, ha perdido sentido y misterio. Me reafirmé hace unas semanas en el interior del sobrecogedor templo de Abu Simbel, convertido en un hormiguero de salvajes provistos de gorra, sandalias con los dedos al aire, camisetas, sudor y teléfono móvil a modo de cámara (selfie va, selfie viene), chis-chas, sacando fotos a cada centímetro de pared, aunque el palurdo globalizado no fuera capaz de valorar la monumentalidad de aquella joya faraónica, pues su único propósito era retratarlo todo, grabarlo todo y hasta tocarlo todo, sin tener en cuenta que las estatuas y las paredes que soportan treinta y cuatro siglos incólumes se han vuelto frágiles, delicadas en su monumentalidad. Que son el patrimonio que debemos legar a las nuevas generaciones. 

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Transpirando, como si no hubiera un mañana, en el interior de una cámara del templo de Ramsés II, que aún conserva la policromía con la que la embellecieron trece siglos antes de Cristo, una tipeja mesetaria, de riñonera y uñas decoradas en una manicura china, proclamó: «Seguro que aquí curaban las morcillas y los jamones». Me entraron unas ganas irreprimibles de llorar, impulso que se quedó en nada al momento, pues una niña (la llamaron «la nena» y «la joía») le dijo a su madre que quería «mear» (sic). Un familiar, sensible él, le propuso que si no se aguantaba, como había mucha gente mejor buscara un rincón en el templo donde nadie la viera. 

Comprenderá el lector que se me quitaran las ganas de hacer la correspondiente cola para conocer los misterios del templo dedicado a Nefertari («la Nefertiti», según les anunció a los miembros de su grupo un tipo que llevaba tatuados los brazos, desde la mano a la parte superior del hombro, con escenas de épica fantasiosa; es decir, con las ilustraciones de un videojuego). Me conformé con echarle a la fachada principal un vistazo desde lejos, para enseguida dejarme deglutir por los tenderos de los puestos de suvenires (de perdidos, al río).

No hace falta cruzar el mundo para encontrarse los estragos de la globalización. Si algo ha caracterizado a nuestro país son los tipos humanos, marcados por la raigambre que brinda la localización. De ese modo, dependiendo de la provincia, de la capital, de la región, del pueblo incluso, España era un tesoro de costumbres y decires, de modos de ser, de sabiduría popular. Y de entre todos esos lugares de personalidad marcada en el detalle, en el vestir, en el actuar, pocos como la ciudad de Sevilla. Y no me refiero a la riqueza de su patrimonio artístico, sino a los hombres que se acodaban en las barras de zinc de cualquiera de sus infinitos bares, a los que se sentaban a la sombra de un ficus, de una jacarandá o de un naranjo en cualquiera de sus parques, hombres sentenciosos, ocurrentes, graciosos, como las mujeres que conversaban en la acera, soltaban chuflas en los mercados o se detenían a contemplar el género exhibido en el escaparate de una mercería. Sevilla de palomas, de gorriones, de canarios enjaulados en los balcones… 

Fui a ver torear a Ruiz Muñoz en la Maestranza, donde reveló su epifanía. Antes de entregarme a la finura de sus maneras (podría convertirse en el nuevo Faraón), comprobé con desazón que la globalización también se ha zampado la genialidad de la capital de Andalucía. Da pena echarse a andar por Triana, por Nervión, por Santa Cruz, por La Macarena junto a una gleba que celebra despedidas de soltero (más de treinta, conté el sábado), disfrazada como monigotes en unas calles cuya belleza e historia merecen, al menos, compostura. Pero la compostura es término desconocido para los globalizados, como lo es para aquellos que colman los establecimientos de la calle Sierpes, de la calle Cuna, antes tapizadas de comercios encantadores y hoy embarradas por los neones de las mismas marcas que han colonizado la milla de oro de Shanghái, de Berlín o de cualquiera de los destinos de esta peste que ha contagiado a medio mundo.