Un hombre desarmado

No soy un héroe, por más que unos y otros digan y repitan que, en este confinamiento por la pandemia, quedarse en casa es una heroicidad. Lo sería si viviera solo y mi casa fuera como la de un rumano, amigo de un buen amigo, que hace años vino a España en busca de oportunidades. Estas han debido ser contadas, a juzgar por el bajo sin ventanas en el que se cobija, donde solo ve un trozo de cielo, enmarcado entre cuatro paredes, cuando se asoma a un triste patio de luces. 

Sería un héroe si viviera en un pequeño piso y sin compañía, y sumara más de setenta décadas sobre los hombros. Lo sería si fuera, insisto, un hombre mayor a cargo de una esposa varada en la neblina de la demencia. Lo sería si me hubiese quedado viudo y todavía deseara encontrármela en cada rincón de la vivienda. Pero no, no soy un héroe porque vivo con mi mujer y mis cuatro hijos, en una comodísima casa de cuatro plantas, con un minúsculo jardín al que vienen los pájaros y donde nos asombramos de los primaverales brotes de los rosales. 

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Sería un héroe si las responsabilidades laborales me obligaran a cumplir cualquier trabajo de cara al público, ese público del que uno puede sospechar que lleva espolvoreado un millón de virus como caspa invisible. Y lo sería porque no me quedaría otra que tragarme los miedos, como se los tragan aquellos que atienden la farmacia del barrio, y la que despacha el pan, y el que repone los lineales del supermercado, y las cajeras que observan con ojos temerosos a cada uno de los clientes que depositan su compra sobre la cinta. Pero no soy un héroe porque resuelvo mi trabajo desde un ordenador y con cierto orden en el caos creativo propio de cualquier escritorzuelo. No necesito despachar con nadie, salvo por teléfono o video llamada, donde no es necesario revestirse con la cota de malla de los guerreros.

Sería un héroe si formara parte del ejército, de la Guardia Civil, de las distintas policías y servicios de seguridad que se encuentran en la primera línea, allí donde la exposición al contagio entra en el sueldo. Denostados desde hace muchos años por un malintencionado pacifismo, levantan hospitales de campaña, organizan avituallamientos, montan camas, cargan colchones, distribuyen material médico, desinfectan residencias de ancianos y hacen todo aquello que sea menester para defendernos de la pandemia. Pero no soy un héroe porque contemplo su gesta desde mi hogar, protegido de todo peligro.

Sería un héroe si estuviese encargado de fregar los suelos de las UCIs, de pasar una escoba por los larguísimos pasillos de IFEMA, de vaciar las papeleras y las bolsas de residuos en las clínicas y asilos. Lo sería si tuviese que limpiar y vestir a esos ancianos confinados en algún geriátrico, darles de comer, cambiarles las sábanas, amortajarles, portar sus féretros… Pero no soy un héroe, entre otras cosas porque perdí a mis padres hace años y no tengo una sola persona mayor a mi cargo.

Sería un héroe si hubiese estudiado Medicina, enfermería o cualquier otra destreza sanitaria. Un héroe si tuviera ocasión de apretar con mis manos enguantadas las de los infectados, sonreírles por debajo de una mascarilla, preguntarles su nombre, interesarme por su historia, compartir con ellos el pavor ante la muerte que ronda de lecho en lecho, telefonear a sus familiares para darles la peor de las noticias. Pero no, no soy un héroe porque no encuentro ningún salvoconducto que me permita salir de casa, alejarme por un momento de los míos para consolar a los enfermos, para acompañar a los moribundos.

A cambio de esta falta de heroísmo, ¿qué podría ofrecer, qué podría aportar? Mi silencio reflexivo, el propósito de no protestar, mi sonrisa, el propósito de que este encierro nos haga mejores a cada uno de los miembros de esta familia, mi reflexión, el propósito de que esta trágica experiencia nos humanice, mi renuncia, el propósito de otorgar a las cosas su auténtica jerarquía, mi oración, el propósito de que mi ángel de la guarda lleve a la cabecera de cada enfermo algo de consuelo. Y con tan poco, no puedo ser un héroe.