Ussía, yo y las circunstancias (III)

Prometo que estoy decidido a poner punto final a estas evocaciones que tienen a Alfonso Ussía como protagonista, pero tiro del hilo y el carrete sigue dando vueltas, de modo que van a acabar por acusarme de retornar al naturalismo literario, cuando desde hace décadas la narrativa es un cajón de sastre sin sobrenombres.

Los lectores fieles recordarán aquella cena, mi actuación como camarero, el señor bajito, algo hortera y encantador, Don Juan de Borbón (el viejo Rey, aunque uno de mis lectores insista en que nunca tuvo trono ni reina), el Dry Martini y el dichoso caviar que flotaba en gelatina junto a un huevo poché, que fue el primer plato. Cuando todos estuvieron sentados lo tuve que servir, emplatado, por la derecha y retirarlo por la izquierda, como mandan los cánones, con cuidado de que el platillo de porcelana (en el que descansaba la taza, también de porcelana) no se me fuera resbalar a cuenta de unos guantes blancos que me quedaban holgados, pues el caviar, la gelatina y el huevo poché hubiesen terminado en el regazo de cualquiera de aquellos comensales.

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No adelantemos acontecimientos… Los invitados todavía estaban en el salón, junto al bar con butacas en mullido capitoné, escuchando alguna anécdota náutica del que fue heredero de la Corona –no puedo revelar nada acerca de sus chascarrillos, aunque sí diré que Don Juan era un tipo muy ocurrente y divertido–, saludada con las carcajadas singularísimas del columnista que abre cada mañana este periódico. Desde detrás de la barra percibí que su madre me miraba de hito en hito (me refiero a la madre de quien semanalmente subía a la tribuna radiofónica de El Debate del Estado de la Nación, moderado por Luis del Olmo, unas veces convertido en el nonagenario Doctor Gorroño, otras en la salerosa Marifé de Camas, que meneaba la bata de cola mejor que Lola Flores, o en el Marqués de Sotoancho, hijo de mamá que nunca ha dado palo al agua). Asunción Muñoz Seca no me quitaba la mirada de encima. Quizás afeaba mi desconocimiento acerca del Martini seco o, peor aún, que fuese un impostor que jamás se había vestido de camarero hasta esa noche, jamás había servido una mesa y, por descontado, nunca al padre del Rey. Para librarme de su radiografía visual, me volví hacia las estanterías repletas de botellas, disimulé distraerme con el óleo de Ramón J. Sénder, pasé el dedo enguantado por las aristas de los vasos de cristal de roca… pero cada vez que observaba por el rabillo del ojo, ella continuaba midiéndome con gesto perspicaz. 

La hija de “Don Mendo” se volvió hacia la anfitriona para cuchichearle algo al oído. Esta, como un escáner, me repasó también desde la cabeza al final de la chaquetilla (la barra me tapaba las piernas). ¿Sospecharían que me había guardado un cenicero de plata en el bolsillo? ¿Llevaría los zapatos sucios? ¿Quizás me colgara algo inconveniente de la nariz?... Tratando que no se dieran cuenta, me tanteé los pantalones para verificar que no había birlado nada (en aquella vorágine de acontecimientos, pude haber cometido alguna mala acción sin darme cuenta), clavé la barbilla en el pecho para comprobar que los zapatos estaban tan lustrosos como cuando me los calcé en casa, y me pasé el guante por debajo de mi generosa nariz, que arrugué y desarrugué varias veces por si conseguía desprender lo que quisiera que de ella colgara.

–Chico, acércate –habló la mujer del señor del pelo sospechosamente rubio.

Con paso vacilante y un calor repentino en las orejas, llegué junto al sillón donde las doñas estaban acomodadas. El hombre bajito percibió que pasaba algo inesperado, y su cuerpo recortado se puso en tensión. Don Juan, por su parte, dejó en suspenso su último lance de ultramar. La hermana de Ussía escudriñó a su madre al tiempo que se comía un canapé. El banquero de fervorosa popularidad apoyó el codo en el muslo, el mentón en los nudillos y torció ligeramente la cabeza, al percibir por primera vez que yo existía. El padre del escritor aprovechó para limpiarse las gafas y Alfonso enarcó las cejas antes de preguntar (quizá pensando en el delicioso caviar que, sabía, les esperaba):

–¿Habéis dicho que pasemos a cenar?

–Ahora, Alfonso, ahora –serenó el anfitrión su ímpetu.

–Verás –me habló la señora de la casa, y todos dirigieron el rostro a las damas–, doña Pochola dice que, para ella, tienes un aire familiar. Es decir –carraspeó–, que está asombrada de tu parecido con cierta persona que conoció, y quiero sacarla de dudas.

–Que te pareces a tu abuelo, vamos –concretó Asunción Muñoz-Seca, sin perder más tiempo, ante quien Sherlock Holmes era un mal jugador del Cluedo.

–¿Qué dices, madre? –el articulista del ABC dio al trance un brochazo de drama teatral.

–Lo llevo pensando desde hace un rato –no lo atendió–. Chindas y tú sois dos gotas de agua. 

–¿Quién? –preguntó el banquero.

–¿Cómo? –soltó el anfitrión.

–¿Chindas? –añadió don Juan.

–Ese apodo me suena –discurrió la hermana de Ussía.

El padre del articulista terminó de limpiar sus gafas y se las calzó sobre el puente de la nariz.

–Pues es verdad –redundó el juicio de su mujer–. ¡Como dos gotas de agua!

Y sin esperar a que le confirmara si era cierto aquel lazo familiar, doña Asunción le explicó al viejo Rey quiénes eran mis abuelos. A Chindas, Don Juan no había llegado a conocerlo, sí a mi abuela, que, aunque nació en Madrid, vivía en Bilbao desde que se casó y tenía, en el recibidor de su casa, una fotografía del viejo monarca en sus años mozos –es decir, cuando era príncipe, vestido de militar de infantería–, estampada con una amable dedicatoria.

–¡El Rey! –proclamaba a veces mi abuela, como para darnos a entender a su camada de nietos la razón por la que aquel retratado presidía la primera estancia de su hogar.

(Y espero que me disculpen porque de la oportunidad que me dio Alfonso Ussía de probar el caviar iraní, tendré que hablar en el próximo artículo. Razones de Estado… digo, de espacio).