IV Edición

Curso 2007 - 2008

Alejandro Quintana

La cálida noche

Charles Breeze, 17 años

                  Colegio Irabia (Pamplona)  

Era un día gris de otoño. Sobre el camino del parque las pardas hojas se habían amontonado. Algunas rezagadas todavía revoloteaban hacia el suelo. De vez en cuando una fría ráfaga de viento sacudía la escena y los desnudos árboles se estremecían de golpe. Un chaval paseaba con la cara sumergida en el cuello del abrigo, mirando al suelo. A veces se detenía a dar una patada a una de las piedras del camino, para luego reemprender el paso. Al cabo llegó al final del parque, hasta una casa destartalada.

Dentro de la casa su madre lo saludó con voz pequeña. El niño la miró a los ojos. Había vuelto a llorar, lo delataba la tonalidad morada en sus ojos apagados. Ella intentó apartar su cara, pero el niño ya se había dado cuenta. Contagiado, subió corriendo a su cuarto y escondió el rostro entre las sábanas, los puños cerrados de rabia. Desde que su padre se fue su madre lloraba a menudo, y eso a él no le gustaba. ¿Porqué se había ido su padre, que parecía tan simpático y tan bueno? Había cosas que no podía entender, y esa era una de ellas. Quizás no llegaría a entenderlo nunca.

Cuando recuperó la calma, bajó a la cocina, donde le esperaba su madre.

-No llores más, mamá. No todo es triste. Estoy yo, y te quiero.

Su madre procuró sonreírle.

No merecía la pena llorar. A veces, aunque daba la impresión que iba a partirse de dolor, algo la contenía, un milagro que parecía tenerla en pie. Y entonces, desoyendo sus propios sentimientos, desoyendo incluso la fatiga de sus cansados brazos, se entregaba de lleno a ayudar a los demás. Había siempre algo mágico en aquellos momentos, en esos instantes en los que ella renunciaba a su propio sentir para cuidar de los otros. Y más, incluso, en el caso de su propio hijo.

Madre e hijo se miraron. Esta vez sus ojos, cómplices de alegría al encontrarse, fueron preludio de un inmenso abrazo, de esos que sólo puede haber entre una madre y un hijo. Tras ese instante eterno llegó la hora de la merienda, y el pan con Nocilla nunca les supo tan bien. El mundo cobraba un nuevo color, una nueva luz.

Tras la merienda el muchacho sacó sus libros de la mochila y se puso a hacer la tarea. Su madre le ayudaba cuando no entendía algún ejercicio. Cuando acabó sacó de la estantería un tomo polvoriento (pero que escondía aventuras en recónditas islas tropicales) para pasar el resto de la tarde leyendo. La lectura, junto con unos antiguos juegos de mesa, era el único modo de pasar el rato. Afuera el viento helado silbaba ásperamente entre las los árboles del parque. Dentro, madre e hijo se reían de alguna peripecia de la novela, ajenos a la gélida noche que comenzaba a iluminar una amplia luna de plata.