V Edición
Curso 2008 - 2009
Un alma grande
Leticia Martínez Sancho, 15 años
Colegio Aldeafuente (Madrid)
La miré.
Estaba temblando, acurrucada, con la cabeza gacha, recogida en un rincón. Sus pies descalzos sufrían el frío del invierno. El aire que la envolvía le arrancaba el poco calor que le quedaba en el cuerpo. Tenía dos cartones como colchón y un pañuelo deshilachado en la cabeza.
Me detuve delante de ella.
Su abrigo estaba sucio por todas partes y parecía que tenía más años que ella. Suplicaba por una moneda. Y fue entonces cuando pensé en mí: en mi sofá y en mis abrigos, en mi familia, mi cama, mi futuro... ¿Cuáles sería el de ella? Pasaba los años bajo aquel portal. Allí envejecía y solo los árboles se daban cuenta de su desesperanza. Su corazón latía igual que el mío, pero nadie se detenía a escucharla.
Fue entonces cuando me miró.
Sus ojos mostraban dolor y amargura, angustia por el mañana y resquemor ante el pasado. Temía las palabras porque temía escucharse. Cuando me agaché, se asustó. Hacía tiempo que no había recibido un signo de cariño.
Me quité la gabardina y se la di. Le agarré las manos y se echó a llorar. Puse con cuidado sus dedos entre mis guantes, que desde ese momento tenían su nombre. Me quité los calcetines y los zapatos y le desee una feliz Navidad.
Caminé.
Devastado por el frío, desorientado, sin entender muchas preguntas, sentí su dolor, el ardor de los pies por el viento que corta, cómo enrojecen las mejillas cuando no las cuidas...
Volví para observarla por última vez.
Estaba espléndida con sus nuevos zapatos. Apareció un perro y se sentó junto a ella para apoyar la cabeza en sus piernas. Ella lo besó y comenzó a hablarle. Lo poco que tenía lo compartía con aquel chucho, su única familia. La forma con la que cubría a aquel animal me desgarró el corazón. Después se tumbó sobre los cartones. Me entraron ganas de regalarle el alma.