III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

A cien metros bajo tierra

Nuria Díaz Argelich, 17 años

                  Colegio Canigó (Barcelona)  

    La lengua, seca e hinchada, se le pegaba al paladar. Respiraba entrecortadamente, más polvo que aire. Su cuerpo, sudoroso. Sus músculos, crispados. Las pupilas, dilatadas por la oscuridad y el terror, recorrían una y otra vez la galería. Estaba completamente a oscuras. La desesperación iba abriéndose paso a través de su alma atormentada por los nervios. Agudizó el oído. Nada. Ni un sonido. Sólo una respiración convulsa y estertórea.

    Sergei dormía a su lado. Se levantó, inquieto. ¿Por qué no llegaba la Brigada de Salvamento? La angustia le atenazaba el pecho, aumentando su dificultad de respirar y reprimiendo el grito que sus labios, agrietados por la falta de agua, ansiaban dejar escapar. Necesitaba aferrarse a algo que alimentara su debilitada esperanza. Si al menos les oyera trabajar, abrirse paso entre la roca... Silencio.

    Se dejó caer, desfallecido, renunciando a todo. Ya no le importaba nada. Allí, hacinado a cien metros bajo tierra, le aguardaba el más triste destino para un minero.

    Nadia. Un dolor agudo le sacudió como si de un latigazo se tratara. No puedo darme por vencido. Ella me espera, me espera. Nadia, te quiero, te quiero. Ahogando un sollozo, se mordió furiosamente los nudillos hasta que empezó a manar la sangre. Por favor (notó que las lágrimas le resbalaban por la curtida mejilla), por favor, Dios mío, sácanos de aquí, repetía a modo de plegaria.

    Un terror que no experimentaba desde niño parecía bloquearle la mente. Sentía la oscuridad cada vez más densa. Le parecía que una presencia malévola dormía en las profundidades de aquel antro. El miedo que sentía sobrepasó los límites del terror consciente. Sabía que la roca se amontonaba encima de ellos, en un mortal abrazo que la mina daba a los mineros.

    Respiraba trabajosamente. Debe haber aumentado la concentración del dióxido de carbono y el grisú estará filtrándose por algún lado... El grisú. El implacable enemigo del minero. Astuto, frío y letal, se les disputaba constantemente la mina. Era suya, como suyas eran las entrañas de la tierra. Colábase por doquier, con apenas un leve susurro de aviso.

    Nadia, no sufras. En medio de aquella tensión psicológica insoportable, mantener aquel diálogo mudo le confortaba. Nadia, Nadia. Su imagen le pasó por la mente. Tan vívida que, aun abriendo los ojos, le parecía verla. Rubia y blanca. Con aquella mirada inteligente, tan suya. Si supieras, Nadia, lo mucho que te quiero... Cuídate. Y cuida del chiquitín. Que no llegue a ser minero, como su padre. Que estudie. Mi pequeño Boris...

    Poco a poco, los pensamientos se iban haciendo más inconexos. Un extraño sopor le invadió... Una luz de alarma se encendió en su conciencia. Le habían hablado de los peligros de aquella engañosa y placentera sensación que iba adueñándose de cada uno de sus miembros, de esa somnolencia que todo lo hacía más fácil... No importaba. ¡Sí! El recuerdo de Nadia y del niño que amenazaba con quedarse sin padre, le hizo revivir. Con un último arrebato de energía que poco antes parecía imposible, sacudió a su compañero.

    -¡Sergei, despierta, amigo! ¡Vamos, hombre!! ¡Levántate!

    -Alexei... –al oír aquella voz debilitada, le invadió una oleada de pánico- dale... da..le un abrazo... mi chico... di..le que le quiero... y deja ... margaritas... en la tumba de... de Margritte... Adios... yo...

    Silencio. Alexei, tembloroso, le hizo la señal de la cruz, como buen polaco y un grito de dolor resonó en la galería. La roca se lo devolvió con una ironía amarga y cruel.

    -¡Por favor! ¡Sergei, amigo! ¡Basta! ¡Basta!¡Basta...!

    Se abandonó al llanto, un llanto convulso y desesperado.

    Acarició las manos ennegrecidas del amigo. Empezaban a enfriarse. La sonrisa alegre que siempre esbozaba Sergei, pese a las dificultades, se había roto y el brillo de sus ojos se había apagado.

    No podía más. Había perdido la última esperanza. La oscuridad se tornó más profunda.

* * *

    -Alexei... –la voz amada se rompía con las lágrimas.

    Abrió los ojos. La luz del día le hirió como un cuchillo.

    -¿Nadia...? -sus labios apenas pudieron articular aquel dulce nombre.

    -Aquí estoy.