II Edición

Curso 2005 - 2006

Alejandro Quintana

A una vieja máquina que
se convirtió en un sueño

Verónica Casais, 15 años

                  Colegio San José de Cluny (Santiago de Compostela)  

    La puerta de madera vieja crujía al compás del viento. La ventana abierta frente a ella la hacía trazar aquel ángulo cientos de veces, sin poder escapar nunca de su recorrido.

    No lejos de allí, a tan sólo unos pasillos de distancia, un pequeño exploraba cada rincón de la casa. En el piso de abajo, una madre le llamaba a gritos, sin que él hiciese nada por volver junto a ella.

    Oyó la puerta, y su crujido resultó un sonido envolvente que lo arrastraba hacia aquel viejo despacho. Descubrió una estancia en la que todo era mucho más grande que él, y cada pequeño detalle le provocaba una curiosidad insaciable.

    Había un escritorio de caoba cubierto de polvo que olía a humedad. La pintura de las paredes se caía a trozos y el pequeño no pudo evitar la tentación de desconcharla. Después, reparó en la vieja mesa. Junto a ella había una silla de madera.

    El niño, intrépido explorador de los rincones, logró encaramarse a la silla. Encima de la mesa descubrió un montón de carpetas de cuero, llenas de papeles y más papeles. Unos escritos a máquina, otros a mano con trazo grueso ligeramente curvado. Y al lado de las carpetas, el objeto más fascinante que aquel niño había visto jamás: una máquina de escribir antigua.

    Negra, preparada para escribir, pero oxidada por el tiempo. Entonces, como si fuese movido por unos hilos invisibles, el pequeño comenzó a pulsar las teclas de la máquina, levantando pequeñas nubes de polvo y dejando grabadas en el papel un texto de incongruencias.

    Avisada por el ruido, la madre encontró la habitación. Enfadada, se llevó al niño de allí y le advirtió que aquel era un lugar para mayores. El pequeño lloraba camino a una habitación llena de juguetes. No olvidaría la máquina.

    El tiempo pasó. Aquel pequeño se había convertido en un joven de unos diecisiete años y caminaba libremente por la casa. Entraba en el viejo despacho, que ya no lo era tanto, y desmontaba y limpiaba la máquina de escribir. Le cambiaba la cinta de la tinta, la arreglaba, la cuidaba como un valioso tesoro.

    Pero aún no se había atrevido a escribir. Llevaba años soñándolo, pero tenía miedo. ¿Y si se sentaba frente a la máquina y no se le ocurría nada? ¿Y si no existiese esa magia y sus palabras seguían siendo incoherencias como las de aquel niño? ¿Y si la máquina ya no servía para escribir buenas historias después de tanto tiempo sin ser utilizada?

    Respiró hondo y miró al folio que tenía enfrente, como si fuese un enemigo, un obstáculo a vencer. Sentía un temor concentrado en las puntas de los dedos. Miedo a posarlos en la máquina y que le hoja siguiese estando en blanco. Tenía ideas, pero tal vez demasiadas para ordenarlas en el tiempo que se tarda en llenar una hoja.

     Se preguntó si quien había poseído antes aquella joya, habría pasado por lo mismo. Si también se le había secado la garganta hasta el punto de tener que beber cada tres minutos o si le sudaban las manos. Si le palpitaba el corazón como si fuera a dar un paso decisivo en su vida.

    Entonces tomó aire, se relajó y se lanzó a la aventura. Las teclas comenzaron a sonar, primero despacio pero, poco a poco, se fueron convirtiendo en un sonido estruendoso, lleno de soltura, alcanzando cierta musicalidad y representando en el papel lo que el joven quería expresar. Los dedos viajaban solos, buscando las letras inconscientemente, mientras el cerebro ya iba por la siguiente palabra, por el siguiente signo de puntuación.

    Aquel joven con ansias literarias escribió durante horas, sintiéndose como nunca. Cuando acabó, exhausto, sentía como si no quedasen ya más palabras que decir.

    Los años pasaron. Un joven cumple treinta, y cuarenta años. Incluso más allá de los cincuenta. Con sesenta años, aquel joven lleno de curiosidad y ambición había publicado más de treinta libros e innumerables artículos.

    Recluido en una casa en el campo, intentaba escribir su última obra. Se presentía cerca del final de su recorrido. Se había casado y había tenido un hijo, al que quería dejarle en herencia no sólo sus bienes, sino también sus experiencias.

    Pero había algo que más que tenía que hacer. Se sentó frente a la máquina, sabiendo que lo haría por última vez. Respiró hondo, bebió un vaso de agua y se dispuso a escribir la que sería su última carta de amor:

    “Querida mía:

    Hemos pasado muchos años juntos, Incluso desde antes de que yo supiera lo qué era una palabra. Sé, en el fondo de mi corazón, que estabas esperándome, y te encontré sucia, vieja y olvidada. Mi mayor temor es que vuelvan a olvidarte.

     Hemos escrito juntos tantas historias que me cuesta recordarlas todas. Me viene a la cabeza la primera vez que logré plasmar todo aquello que deseaba salir de mí, y cómo en ese instante exacto cambió mi destino. Le dije adiós a la medicina o a la abogacía. Desde aquel momento, me convertí en escritor.

    Es lo más bonito que me ha ocurrido en la vida, y ahora que los años son demasiados y todas mis ideas se han plasmado en el papel, ha llegado el momento de decir adiós a los momentos que hemos vivido juntos. Ya no creo que pueda escribir nada de calidad.

    Sé que no puedes entenderme. Sólo eres un objeto y, sin embargo, qué atractiva puede resultar tu llamada. La llamada que me hizo un luchador y me enseñó lo que significa perseguir un sueño. Ese hechizo misterioso que ejercías sobre mí logró que nunca pensara en rendirme. Entonces me daba cuenta de que escribir, para mí, era tan imprescindible como respirar.

    No me queda mucho que decir. Como no puedes entenderme, me conformaré con dejarte una dedicatoria:

    A una vieja máquina de escribir que se convirtió en un sueño”.

    Los años siguieron pasando, veloces. Con ellos vinieron las nuevas tecnologías, que se han apoderado de los hogares, relegando a las máquinas de escribir, antigüedades del pasado olvidadas por desvanes y oficinas.

    Todas esas máquinas que han escrito grandes libros, inmejorables artículos y discursos, se encuentran recluidas en viejas habitaciones en las que sólo penetra el viento. Descansan sobre una mesa de caoba cubierta de polvo, y lanzan su hechizo a través de la puerta entreabierta, dirigiéndose a esos pequeños que las miran desde el pasillo. Les atraen, invitándoles a convertirse en escritores.