III Edición

Curso 2006 - 2007

Alejandro Quintana

Accidente por descontrol

Gabriel de la Esperanza, 14 años

                 Colegio El Prado (Madrid)  

   Normalmente solía llamar a casa hacia las cinco de la tarde, para que de esta manera el horario nos conviniese a mi familia y a mí. Pero ese día decidí anticiparme. Me levante pronto, hacia las seis de la mañana, una hora antes de la indicada en aquel campamento de verano. Marqué el código de la tarjeta y me senté en la ventana, esperando respuesta, mientras mi compañero seguía durmiendo. Por fin, oí una voz, era mi madre. De repente oí una detonación y me caí de la ventana. Abrí los ojos. Nuestros “upper classmen” daban patadas en las puertas de cada habitación para que nos despertásemos. Miré el reloj: todo tenia sentido. Eran ya las seis y media y lo que había sonado era el cañón con el que todos los días nos levantábamos.

   Me vestí aún aturdido por el susto. Mi compañero de litera ya estaba con sus bermudas y camiseta blanca. Salí del cuarto y bajé a formar como hacía todas las mañanas, los mediodías y las noches. En quince minutos estábamos marchando hacia el comedor. En aquellas ocasiones es cuando prefería estar en España en vez de en ese pueblo al sur de Indiana, pero luego pensaba: “en España voy estar todo el año”.

   Comí y, después de la inspección rutinaria, me fui a mis actividades de la mañana: vela, esquí acuático y rifle. Durante la clase de esquí acuático, decidí aprender a saltar. Aún no tenía la suficiente práctica, pero le hice un gesto a mi monitora para que aumentara la velocidad de la lancha. Pretendía que la estela del barco estuviese mas dura para, así, pasar de un lado a otro de un salto. Salí de la estela izquierda y entré decididamente con la cuerda pegada a la cadera. Con fuerza, di un salto imposible, de aproximadamente un metro y medio. A causa de la velocidad, no pude controlar mi cuerpo, que se echó hacia delante para caer en un horrible planchazo. Lo peor fue que me golpeé con la tabla en la parte posterior de la cabeza.

   No me hundí gracias al chaleco salvavidas. Me toqué en la parte que me dolía y noté algo raro: tenía la mano llena de sangre, al igual que mis hombros y el cuello. La monitora volvió a por mí. Cuando me descubrió flotando en el agua, se lanzó para rescatarme. Una vez a bordo, me puso una camiseta contra la brecha para parar la hemorragia. Luché por contener las lágrimas, hasta que pensé: “Estoy bien. Podría haber sido mucho peor”, y eso aliviaba mi dolor.

   Llegamos al amarre y la monitora llamó por radio a la enfermería para que viniesen a buscarme. Como era martes, el botiquín estaba lleno de chicos a los que no les pasaba nada. Acudían para que les diesen el deseado “R & E”, un certificado médico que te limita el esfuerzo físico, permitiéndote no formar ni hacer marchas. Los martes, al igual que los jueves y los domingos había desfile y muchos se querían librar.

   Por fin llegó mi turno y me llevaron a una pequeña sala en la que un médico me limpió la herida y volcó sobre ella un líquido relajante. A pesar de la sangre que me manchaba la cara, comprendí que me estaba poniendo puntos. Luego me colocó una venda.

   Me dijeron que iban a llamar a mi madre para contarle el accidente, pero les pedí que no lo hiciesen. Se iba a preocupar. Me hicieron caso cuando me comprometí a hablar con ella en cuanto volviese a mi habitación. Pasaron tres días hasta que telefoneé a España, pero conseguí que mi madre no se alterara demasiado.

   Estuve una semana sin poder desfilar ni navegar, pero son cosas que pasan. Aprendí, eso sí, que los padres se preocupan mucho mas por nosotros cuando estamos a miles de kilómetros de distancia que cuando estamos cerca. Así que no conviene alarmarles sin motivo.