V Edición

Curso 2008 - 2009

Alejandro Quintana

África grita

Cristina Serrano, 16 años

                Colegio Vizcaya (Bilbao)  

Las hélices se detuvieron. Habiamos llegado a aquel remoto lugar.

Bajamos de la avioneta con la sensación de peligro todavía en el cuerpo. A pie de pista nos esperaban miembros de la organización, que nos dieron una calurosa bienvenida. Fue agradable volver a escuchar nuestro idioma después de varios dias, ciudades y trasbordos, necesarios para llegar hasta este lugar recóndito de África.

Acompañaba a un grupo de voluntarios de una ONG que iba a desarrollar un programa de prevención de enfermedades en una aldea perdida en la selva. Nos encontrabamos en pleno corazón del continente.

Después de un corto viaje en coche, llegamos al poblado. En el trayecto pudimos contemplar la inmensidad del paisaje, la extensa vegetación y los inquietantes sonidos, probablemente de animales, que emergían de la profundad de la foresta y que se mezclaban con el ruido del destartalado motor.

Los vecinos de la aldea salieron a recibirnos. En sus miradas se atisbaba curiosidad y un brillo de esperanza de que portáramos algo beneficioso para su comunidad. Los médicos del equipo no esperararon a instalarse en las chozas de barro y ramajes que serían nuestros aposentos y se dirigieron al dispensario, una edificación algo mas consistente, construida por una expedición anterior. Sería el lugar donde desarrollarían su acción humanitaria. Los recursos eran escasos, pero la ilusión del equipo por ayudar a aquella gente hacía que los ánimos no decayeran.

Una mujer joven llevaba en sus brazos un bebé. La mujer no paraba de hablar en un idioma extraño, entre sollozos y lamentos. El niño estaba enfermo y pedía ayuda para curarlo. Una enfermera lo cogió y entraron en el dispensario. Yo me acerqué a la ventana. No quise entrar.

La madre no paraba de repetir las mismas palabras. De repente se creó un silencio desconsolador. El niño había muerto. Nada pudieron hacer para salvarle. Solo pudimos permanecer inmóviles, en silencio, observado como el poblado acogía a la madre que, entre llantos y gritos, se lamentaba de la pérdida de su hijo.

Las semanas trascurrieron con escenas parecidas, sin que pudiera llegar a acostumbrarme. La pobreza, el hambre y la enfermedad se cebaban en aquella gente sin que pudiéramos evitarlo.

Regreséi a España dispuesta a continuar mi labor desde aqui, sin olvidar el escalofriante grito desesperado de aquella mujer que despedia a su hijo para siempre.