X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Al día siguiente llovió

Fermín Polaina, 16 años

                  Colegio Tabladilla (Sevilla)  

Maldije por bajo; había lanzado muy flojo y algún idiota había conseguido darle al balón. Lo busqué en el aire todo lo rápido que pude, intentando saber si mi equipo lograría salvar el punto.

No lo lograrían. Quienquiera que hubiera despejado, había hecho su mejor jugada. La bola iba a salirse del campo y el punto sería para ellos. Y, claro, me tocaría cargar con las culpas: el último perdedor es quien más pierde.

La pelota comenzó a frenarse cerca ya de la pared que separaba el descampado de la calle. Entre las protestas que me escupían los miembros de mi “supuesto” equipo, sólo me llamó la atención un grito de alerta, aunque no iba dirigido a mí. Entonces me fijé en la silueta: tenía el pelo largo y se apoyaba en una piedra, justo en la trayectoria del balón.

Los que habíamos visto el lance, nos pusimos a vociferar con todas nuestras fuerzas. Pero no podía escucharnos: estaba demasiado lejos. Y me sentí culpable.

La pelota golpeo a la niña (eso pensé que era), que cayó al suelo. Tan solo habían pasado unos segundos desde que el juego había llegado a su punto más emocionante, pero en unas milésimas de indecisión -lo que tardaron sus cerebros en procesar lo ocurrido-, todos echaron a correr en la dirección contraria. Apostaría mi paga a que el brillante defensor fue el primero en echar a correr.

Mientras se alejaban por la calle, me quedé en el descampado como siempre, el último. Entonces me acerqué a la niña, movido por un sentimiento de culpabilidad. Ciertamente el último perdedor es el que más pierde.

Cuanto más me acercaba, más me arrepentía, pues no veía que la niña se moviera en el suelo. Cierto que nunca volví a correr tan rápido como aquella vez.

Me separaban unos pocos metros de ella cuando me di cuenta de mi error: no era una niña sino una muñeca de tamaño real con el vestido roto. Debió de hacer muy feliz a alguna pequeña.

Recogí el balón y me marché, feliz de haberme liberado de un accidente y de los gritos de mis amigos.

Cuando llegué a casa me arrepentí de no haber cogido aquella muñeca. Me propuse volver al día siguiente para regalársela a mi hermana.

Pero al día siguiente no pudimos jugar. Llovió.