I Edición

Curso 2004 - 2005

Alejandro Quintana

Al dormirse los sueños

Leonor Romero, 15 años

                 Colegio Orvalle, Las Matas (Madrid)  

     En un instante todo se volvió oscuro. Una ficha se descolgó de su mundo perfecto. No hubo por qués ni despedidas, ni adioses empapados ni cartas. La nada y un simple recuerdo eran los únicos testigos con los que compartir que el tiempo había pasado y había llegado la hora de despedir a los sueños.

     Ya no los ve por los campos, ni le acompañan por las noches. Los sueños se esconden en sonrisas, en las cartas de los astros, en los besos y en los ratos en los que la inocencia vuelve a ella, como en los viejos tiempos. En los cuentos con dibujos, de letras grandes y páginas de cartón.

     A veces los hecha de menos, porque con ellos es más fácil creer. Pero ya los dejó atrás, junto a las muñecas y las tijeras con las que se cortó las trenzas que guardó en el cajón de las gominolas, aun entreabierto. Junto a los lazos para el pelo y las uñas mordidas. Junto a la cuerda de saltar y los disfraces de princesa.

     Los dejó como todo el mundo los abandona, y como yo probablemente los dejaré, aunque por ahora me resista. Olvidados poco a poco, los sueños vuelven a menudo sobre sus pasos y le visitan, pues aunque ella no lo sepa ellos fueron quienes la enseñaron a vivir, los que le hacían ver en cada cristal una esperanza, en cada huella un dragón, en cada piedra un castillo o barcos de papel refugio de temibles piratas e intrépidos marineros. Con los sueños convertía en oro todo lo que tocaba con la punta de sus dedos.

     Incluso cuando no podemos recordar siquiera si los sueños han existido, dejan en nosotros una agradable sensación, lo más parecido a la felicidad.

     No llevan etiquetas porque no pueden comprarse; aunque su valor es infinito, no nos cuestan nada. Son un regalo, miles, millones de regalos que se

vuelven invisibles para los demás. No se tocan pero se sienten. Sólo los oímos en las canciones.

     Aunque a menudo la rodean, ella ya no puede volver atrás. Ya no les hace caso. No ocupan en su vida más que un papel secundario, como las motas de polvo sobre un mueble antiguo, como una mirada lejana que está más cerca de lo que creemos.

     -Soy demasiado mayor -se excusa. No comprende que sin ellos no llegará a ninguna parte.

     Dicen que según crecemos y nos convertimos en adultos, maduramos y dejamos atrás nuestras fantasías para adentrarnos en el mundo y empaparnos de realidad. Es lo que la gente espera que hagamos, pero no siempre es lo mejor. A mí me encanta soñar siempre que tengo ocasión, porque los sueños no me reprochan nada. En ellos, soy quien yo quiero ser. También ella con los sueños vence, se supera ayudada por la magia. Sin pensarlos, entrarán hasta allí donde ella los necesite para repasar los años que se han ido y pronosticar la bondad de los que aún quedan por venir. Vivirán en sus amigos, en los libros, en las fotos, en las flores, en las nubes y en las puertas que aun quedan por abrir.

     Los sueños viajan por el tiempo y por el espacio, en silbido de la niñez que aún se esconde en nuestros corazones, en la piel, en cada lunar, cada arruga y cada pestaña.

     Y no creáis, como ella, que los sueños mueren. Son inmortales. Perduran, incluso, después de que nosotros mismos muramos. Pero cuando no los buscamos, comienzan a dormirse pausadamente, ovillados en alguna curva de nuestros oídos. En su propio sueño, exhalan un débil suspiro, que es el eco, que nos incita a despertarlos.