X Edición

Curso 2013 - 2014

Alejandro Quintana

Al final del trayecto

Berta Cervilla, 15 años

                 Colegio Monaita (Granada)  

El rumor del tren parecía cada vez más próximo. Poco a poco el suelo comenzó a temblar. El hombre, acostumbrado a vivir aquello todos los días, observó su taza de té. El tren pasó, traqueteando, mientras las ventanas vibraban con fuerza. Una casa al lado de las vías no es el lugar más tranquilo para vivir. Sin embargo, él prefería dos minutos de ruido a cambio del resto del día sumido en el silencio.

Era un hombre poco hablador. Quizás no lo sería si la gente no se viese intimidada por sus ojos constantemente entrecerrados su poblado bigote y sus duras facciones.

Tomó su taza de té. Siempre le había gustado el té. Lo prefería al café, que deja un regusto amargo. Después de dar un par de sorbos, la volvió a dejar sobre un platito de porcelana. Recostado en su sillón se dejó arrastras por los recuerdos.

En otro tiempo, aquel caserón victoriano había estado lleno de vida. Su esposa preparaba deliciosas tartas de frutas y toda clase de dulces. Sus hijos, aún pequeños, correteaban por el jardín. Fueron tiempos de color y felicidad.

En cambio, cuando sus hijos se hicieron mayores y se mudaron a la ciudad, la casa se hizo solitaria. Pensaron vender el caserón, pero su esposa falleció. Entonces él se negó a abandonarlo.

Las visitas de sus hijos eran contadas. Él no les echaba la culpa; sabía, a ciencia cierta, que la ciudad es un lugar estresante que te encadena con miles de cosas por hacer. Se conformó a que su existencia fuese cayendo en el olvido.

Hacía unas semanas que había recibido la visita del doctor del pueblo. Tras hacerle un reconocimiento intensivo, le comunicó que le quedaba poco tiempo de vida. Hasta los noventa años se había conservado en buen estado de salud, pero había llegado el día en el que su vida comenzaría a apagarse.

No temía a la muerte. Quizás fuese lo mejor que le podía ocurrir. Volvería a encontrarse a su mujer y dejaría de ser una preocupación para sus hijos.

El hombre tuvo una extraña sensación. Se levantó del sillón en donde pasaba las horas muertas y se encaminó hacia la mecedora del porche, donde su mujer adoraba leer.

Se sentó lentamente.

Una vez acomodado, observó la puesta de sol con sus matices rojizos y anaranjados. Sabía que sería la última cosa que viese antes de morir.

Y así, sentado en la mecedora, con una fotografía de su familia entre las manos, una leve sonrisa en los labios y con los ojos más allá de las vías del tren, se despidió de todo cuanto había conocido.