XXI Edición
Curso 2024 - 2025
Alas y olas
Lucía Olabarri, 15 años
Colegio Ayalde (Vizcaya)
Era necesario que la gaviota encontrase alimento, pues llevaba demasiado tiempo huyendo de su responsabilidad y su polluelo no podría aguantar mucho más sin comer. Trataba de mantener las alas bien abiertas, pero la lluvia se estampaba contra su plumaje y las ráfagas de viento trataban de derribarla. Estaba debilitada, pues tampoco ella había probado bocado en los últimos días, vencida por la pereza. Cada día se decía a sí misma «Mañana saldré a pescar», ignorando los graznidos exánimes de su pequeño. Pero al fin había llegado a comprender que si no conseguía algo para llenarle y llenarse el buche, ambos morirían.
Se adentró unas millas en el mar, hasta donde solían nadar los bancos de anchoa. Entonces plegó las alas y descendió a toda prisa, zarandeada por el aire. El océano estaba revuelto; las olas llegaban a superar los dos metros de altura, formando peligrosos rizos de espuma. Debía tener precaución.
Al planear sobre la superficie furiosa, divisó la sombra de un grupo de peces. «Es mi oportunidad», se dijo. Cualquier error podría resultar fatal, porque había perdido la costumbre de calcular sus estrategias de pesca: en qué grado debía penetrar en el agua, cuánto de abiertas debía mantener sus alas… Tiempo atrás lo habría calculado milimétricamente, pero, en aquel momento, pensar en la jugosa carne de las anchoas le nublaba por completo la mente, a pesar de que estaba convencida de que su pereza podía ser responsable de la muerte de su polluelo y de sí misma.
De pronto, miró al frente y volvió a la realidad, para descubrir la espesa niebla que le había rodeado. Las nubes tormentosas lo oscurecían todo; la única forma de distinguir la superficie del mar era por el rugido de sus incansables olas.
Valerosa, la gaviota se colocó en posición para introducirse en el agua. No podía permitirse un fallo, incluso cuando, de manera involuntaria, sus párpados se cerraban presas del cansancio. Pero se obligó a espabilarse.
No notó el frío del agua al sumergirse, pues su plumaje la protegía de las gélidas temperaturas. Abrió el pico y atrapó un pez. El banco de anchoas se había dispersado, como el polen acumulado en las esquinas cuando sopla el viento. La gaviota se impulsó a través del agua con sus patas, emergió y se elevó de nuevo en el aire. Pero no alcanzó la altura suficiente para esquivar una gigantesca ola que la devoró por detrás de su cuerpo. La masa de agua le impactó con tanto ímpetu que la hundió sin piedad. Intentó combatirla con sus alas, moviéndolas de abajo a arriba, pero a su batir le faltaba potencia. Irremediablemente la turbulencia fue arrastrando al ave, como una pesa anclada a su pata que tiraba de ella hacia el fondo.
La gaviota no volvió a su nido, en donde el polluelo continuaba graznando con desesperación. Era demasiado joven como para identificar a su madre. Lo abatía el frío: sus plumón no era suficiente para protegerle.
Una silueta asomó por la entrada de la cueva donde estaba nido. La cría pudo reconocer, a duras penas, a un ser de su propia especie. Aquella gaviota había recorrido una gran extensión de mar para consolar la pérdida de su polluelo, pero al escuchar a otra cría que luchaba contra la muerte, no pudo evitar acudir a salvarla. Aquella gaviota portaba una anchoa en el buche, destinada a su bebé fallecido. Abrió el pico para que aquel extraño lo deglutiera sin ningún tipo de decoro. Después lo rodeó con el ala y se sentó para darle calor.